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El auto avanzaba tranquilamente sobre el pavimento dejando atrás el bullicio de las calles grises de la ciudad. Nos llevó dos horas salir del tráfico, por lo que ya eran las diez de la mañana y todavía seguíamos dentro de los confines de la urbe. Poco a poco dejaban de aparecer casas y nos permitían ver más árboles cuyos nombres yo desconocía.

El paisaje que tenía delante me recordaba a mi casa. No a ese departamento pequeño, sino al sitio donde mi niña interior deseaba correr cada vez que resultaba herida. El lugar donde crecí parecía ser el sitio que me brindaría seguridad, aunque, en el fondo, yo sabía que no era viable regresar cuando quisiera, incluso algo me decía que era poco probable volver algún día. Sin embargo ―y sumado a las limitadas posibilidades que había―, estábamos muy lejos de allí.

A mi lado, en el asiento del piloto, Gianluca conducía con la vista fija en el camino mientras tarareaba la canción que sonaba en la radio. Llevaba poco más de un mes y me di cuenta entonces de que no sabía absolutamente nada de la personalidad del tipo; conocía, claro, lo que su expediente incluía pero más allá de eso, era como estar con un desconocido pese a que ya habíamos salido algunas veces. Desconocía se la melodía era de su agrado ―aunque parecía serlo―, o si era una de esas que por alguna razón se quedan atascadas en la mente de las personas. ¿Sabría él cosas de mí?

Ignoraba también si el auto en que íbamos montados pertenecía a él, tampoco estaba al tanto de a dónde nos dirigíamos exactamente. Sin buscarlo, sin siquiera planearlo, pasé de las trivialidades a los asuntos que noche a noche me impedían dormir. Sacudí la cabeza para alejar esos pensamientos tan poco alentadores. No quería verme en la penosa necesidad de preguntarme si al italiano le gustaba la salsa de tomate o si prefería una crema a base de lácteo; si prefería dar el tiro de gracia a sus víctimas con un arma de fuego o alguna más tradicional.

―¿Me das la hora? ―pidió de repente.

Hice lo que pude por ocultar mi sobresalto e instintivamente hurgué en mi bolso hasta que encontré mi teléfono.

―Son las diez veintidós ―informé. Él me vio por un instante y soltó una risita volviendo la vista al camino―. ¿Qué?

―¿Y el reloj?

Oh, el reloj.

Yo sabía que la sugerencia que me había dado Barone iba más allá. El hecho de compartir algo tan personal ―aunque fuese falso― con Ginoble equivaldría a dar un paso más de confianza en... en lo que fuese que teníamos ―o pretendíamos tener― él y yo.

El final de la canción me hizo darme cuenta del silencio que se había producido entre los dos, silencio que sólo yo podía romper.Tenía el poder de decidir cómo, debía elegir una salida rápido, puesto que el italiano aguardaba por mi respuesta.

―No funciona ―dije bajito. No quería ni debía mentir así, se trataba de papá ―. Era de mi padre y... y me gusta usarlo, así... así...

No fui capaz de terminar la frase. Nunca antes, ni siquiera en ese nuevo trabajo, una mentira me había costado tanto; lo noté cuando sentí como si tuviese algo atorado cuando intenté tragar saliva. Pese a la culpa, los efectos de la treta dieron frutos: Ginoble intercaló la vista entre mi rostro y el camino. Yo debía tener una expresión en la cara llena de aflicción, no por el muerto sino por el engaño, estaba segura. Aún así, estaba funcionando.

El sonido de una nueva melodía hizo que se perdiera la oportunidad de hablar nuevamente. Pese a eso, estaba segura de que lo había conmovido, usaría la oportunidad para hablar más a fondo del tema si se daba la oportunidad.

―Vamos a dormir en una propiedad que tengo por aquí cerca ―me dijo luego de algunos minutos―. La compré hace varios meses pero, no me gusta venir solo.

Firenze 37Where stories live. Discover now