Capítulo dieciséis: Paz inquieta.

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Voy tomando conciencia sobre mi cuerpo poco a poco. Me muevo inquieto en aquella cama demasiado blanda para mi gusto. Un calor abrasante me vuelve a llegar hasta los pies, incomodándome. Vuelvo a revolverme. Vuelve a llegar el ardor en la parte inferior de mi anatomía. Abro los ojos de golpe y, para quitarme la frustración que el sueño me está dejando, suspiro, casi bufando. Miro hacia la ventana, abierta de par en par, y comprendo de dónde procede. Encojo las piernas para quedarme en la parte de sombra, en donde los rayos del sol no caen de manera directa sobre las sábanas, y siento el frío. Doy un par de vueltas, degustándome en esa caricia matutina que me proporciona la tela, suave y cálida, que me envuelve como si su objetivo fuera mecerme hasta caer dormido de nuevo.

Decido que es hora de levantarse, sabiendo de sobra que, al menos, son las diez de la mañana. En la primera mitad del año, el sol siempre se deja caer a la misma hora con aquel ángulo en la habitación en la que me encontraba. Había dormido muchas veces allí. Me incorporo, quedando sentado al borde del colchón. Siento el peso de la gravedad en los hombros, en las manos, en las piernas. Siento los agradables veinte grados que reflejan las baldosas de granito del suelo. Busco las fuerzas en algún lugar inaccesible en mí, pero consigo erguirme y coger la ropa de ayer. Me visto como buenamente puedo, pese al dolor de las agujetas emocionales que el día anterior me estaba dejando.

Salgo al salón, con el silencio rebotando en mis oídos. En la mesa principal hay una nota junto a un termo del que aún asoman, tímidos, algunos hilos de vapor. "Disfruta el café y no tengas prisa en irte. Llámanos si necesitas algo. Te queremos, Didi y Jorge". Una leve sonrisa se hace paso desde mi estómago hasta mis labios y la dejo salir, junto a un bostezo. Me estiro en el sitio antes de abrir el recipiente y gemir de placer al oler el amargor característico de la bebida que contiene. El primer sorbo sabe a gloria después de una noche extraña que me había dejado la boca seca. Me permito olvidar todo lo que acontece a mi alrededor, aunque fuera por una milésima de segundo. Allí sentado, repasando con las yemas de los dedos la nota ínfima que me decían que aquella casa también era hogar, me siento tranquilo.

De repente, pensar en el motivo de amanecer entre esas cuatro paredes y no otras mucho más familiares, me provoca un quejido inesperado que sale de mi garganta quemándolo todo a su paso. Siento el pecho rebotar en el compresor, que solo agudiza la conciencia de la falta de oxígeno en mis pulmones. Aprieto los puños encima de la mesa, tratando de encontrar algún agarre en mí mismo. Cuento, con la respiración acelerada y el latido bombeándome en la sien, hasta diez. No sirve de nada, así que sigo contando hasta que recuerdo las herramientas que me dio la psicóloga ante un ataque de ansiedad. Abro las manos, con cierta dificultad debido a la tensión a la que está sometido mi cuerpo, y me obligo a centrarme en sentir el tacto de la madera, la forma en la que mi trasero se acomoda en el cojín de la silla, en cómo mis pies se encojen en las zapatillas. Afino el oído y escucho la ligera brisa de finales de mayo haciendo corriente a través de la puerta de la terraza, el vaivén de los coches en la calle, un perro extraviado y un dueño asustado que no para de repetir el nombre del animal. Poco a poco, voy notando el acompasarse de mi respiración y pego una bocanada en busca de ese golpe con el que reactivar de nuevo mi organismo.

—Joder, joder... —digo para mí mismo—. ¡Joder!

De la efusividad, doy un salto en la silla, alejándome de la mesa. Niego varias veces mirando al techo y, como movido por una necesidad a la que ahora, y solo ahora, decido hacer caso, aunque supiera que llevaba ahí demasiado tiempo, cojo el teléfono.

Vaale<3

(Foto)

Qué es esto?

Qué coño ha pasado?

Por qué me despierto de buena mañana así?

Me odiáis?

Es eso, tiene que serlo

Historias inacabadas.Where stories live. Discover now