Interludio: La boca en el alma.

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Alma se sentó en el sofá, abrazándose a sí misma, con la rabia, la decepción y un par de lágrimas desbordándole de los ojos. Se preguntó para sí qué había hecho mal, cuál de todas las señales que Asier le había lanzado constantemente durante los últimos meses había interpretado mal. Estaba confundida, con el pecho ardiendo y, por qué no decirlo, un tanto triste de ver cómo aquella idealización del chico que su mente había empezado a formar con los últimos acontecimientos se iba destruyendo poco a poco. Se iba evaporando de su corazón todo el líquido que alguna vez fue dulce y que se había vertido allí con la calidez del primer beso. Se acordó, en aquel momento, de los tonos pastel del atardecer sobre sus cabezas, cómo los últimos rayos de sol bañaron sus cuerpos, más juntos que nunca, mientras todas las mariposas del mundo se arremetían, casi violentas, sobre su estómago.

Aquella sensación de abandono que tenía ahora, tirada sobre los cojines mullidos de tonos rojizos que le recordaban a amores imposibles, se le hacía bola entre las manos. Apretaba en un puño la ira contenida, esa fiera incandescente que había tomado el control de su boca demasiados segundos. Sentía su cuerpo vibrar de tensión y se cantó la nana que solía ponerla a dormir cuando era pequeña. Se meció mentalmente, dejando todo aquello que se le arremolinaba en el interior ir diluyéndose en el terreno que subyacía a su piel.

Se puso en pie, saltó un par de veces sobre el sitio, suspiró fuerte, como si su vida dependiera de ello, y comenzó a dar vueltas por la estancia casi a la mima velocidad que sus pensamientos rondaban por su cerebro. Casi podía sentir las conexiones neuronales echar humo por la rapidez a la que le había expuesto en tan solo unos minutos.

—Estúpida, estúpida —se dijo a sí misma—. ¿En qué momento te has creado esta película? Es que deberías haberlo visto venir, si te lo estaba diciendo desde el principio, que no quería dejarlo con el novio. ¿Y tú qué haces? Le metes en la música, di que sí. Ni que no supieras que esto iba a acabar así. No te vuelvo a hacer caso. —Se señaló al corazón, acusándole así de toda la desgracia que sentía sobre los hombros.

Quiso chillar, gritarle a la nada más absoluta lo que llevaba dentro, el "te lo dije" más temido y ansiado, el "no lo vuelvo a pasar mal por esto" que sentía que debía decir y que se tragó con saliva al notar la falta de aire en los pulmones. Se había encadenado al círculo vicioso del que se niega a ver una realidad que está enfrente de sus ojos, mostrándose con la verdad del universo.

—Ya está, ya ha pasado, tenía que pasar y efectivamente ha pasado. No pasa nada, ¿qué va a pasar? Mañana te vas a levantar, te vas a ir al estudio y para nada vas a escribir una canción de desamor. No, señora, no vas a sucumbir. —Quiso anticiparse a los acontecimientos, preparándose mentalmente para volver a la rutina que había mantenido durante tantos días, hasta que cierto individuo se entrometió en sus asuntos—. Si es que ni su nombre pienso decir, no. No vuelvo a confiar en un hombre. ¡Ahg! —gruñó de frustración.

Se echó en la cama con las sábanas sin deshacer y se quedó allí tumbada, mirando el techo casi tan vacío como su pecho. Había dejado las emociones en la puerta de su habitación, dejando el mundo en pausa hasta que se levantara al día siguiente. Al menos, eso se intentaba repetir mientras era incapaz de cerrar siquiera los ojos. Veía en el blanco liso que cubría su cabeza varias escenas que protagonizaba, y sintió vergüenza, por primera vez en años, al reconocerse en aquella figura que hablaba y actuaba tan parecido a ella y, a la vez, tan distinto a como se lo figuraba en su cabeza.  

Había crecido en una familia tradicional, con unas costumbres tradicionales y un pensamiento tradicional. Había asimilado todas las dinámicas que sus padres le habían enseñado, y había hecho todo cuanto su hermano mayor le había pedido. Creció así, en un hogar donde el respeto a veces fallaba y se veía en los huesos de aquella estructura un cierto odio por lo que tenían. Su madre quiso explicarle que ella podría ser mejor, que podría aspirar a algo muy diferente de aquella vida. Le gritaban sus ojos mudos la lástima al pensar que quizás no pudiera. Y ella, que era un alma libre y por eso la llamaron así, entendió sin entenderlo del todo. Aquello le costó años, superar una educación muy arraigada en el pasado, del que intentaba huir sin conseguirlo nunca. Fue por aquello, pensó su yo presente, que Asier la conoció en su época más extraña. No supo cuánto le había afectado crecer en el más puro de los odios a lo no convencional, hasta que dejó de odiar. Se enamoró locamente de una chica a los diecisiete, y el mundo dejó de tener sentido para ella. Aún se acordaba de lo increíble que le parecieron sus besos cuando se dejó de tonterías y la voz de su padre dejó de ser un ruido molesto al que recurría su subconsciente cuando hacía algo fuera de la norma. Pero es que, ¿cómo podía estar tan mal algo que se sentía tan bien? No lo entendió, y así fue cómo se decidió a comprender.

Historias inacabadas.Where stories live. Discover now