Capítulo catorce: Ser feliz.

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La fina capa de mis párpados me deja entrever el ámbar de los últimos rayos del sol, que casi visualizo en el horizonte poniéndose, perezoso, indicándonos al resto de seres que pueblan el lugar al que da calor, que es el final de su jornada de trabajo. El suave tacto que noto en los labios genera un cosquilleo inquieto por todo mi cuerpo. El picor de mis manos se acaba al roce de una piel que no reconozco como propia.

La canción acaba y, con ella, aquel beso ligero que me trae la brisa marina de todos aquellos viajes que me atreví a vivir conmigo que ahora, después de la música que es para mis oídos este choque de salivas, me alegro de haber valorado por saber quererme tanto como para darme el placer de echar en falta.

Se mezclan en mi nariz el olor a mango, a sal y a amor. Hay voloteando alrededor de nuestros cuerpos un amor genuino, incipiente, extraño y puro. Hay una inocencia exudando por mis poros, llegando hasta el sabor que nos dejamos mutuamente en ese beso. Tengo que tomarme unos segundos para abrir de nuevo los ojos y descubrir a Alma relamerse las heridas que nos causaremos. El verde, mucho más oscuro a causa de la luz, de sus iris reflejan los míos junto a una preocupación distante, fuera de nuestro alcance, aunque siempre presente.

—Guau —dice, dejando escapar una sonrisa.

—Espectacular —respondo yo, drogado de serotonina.

—¿Todo bien? —Se preocupa por mí, acariciándome la mejilla, recolocándome un mechón de pelo que se había escurrido hasta mi frente, volviendo a adoptar mi mano entre la suya.

—Todo genial, todo increíblemente genial.

Deja correr el momento, el tiempo que se va escurriendo en las ganas de devorarnos y en los pensamientos que nos inundan una vez que tenemos que despedirnos. Veo alejarse por la calle aquella figura onírica que dice que es real, sintiendo ese último beso aún arderme en los labios y suspiro. Suspiro para dejar en ese aire exhalado el nervio, el temblor, el miedo y la necesidad de no enfrentarme a mis propios sentimientos cuando abra la puerta que me espera a unos metros.

El ruido que hacen las llaves se me antoja ensordecedor, como si fuera el conteo regresivo de una bomba a punto de estallar. Cada vuelta que daba me acercaba a esa explosión prevista. Primera vuelta. Tres... Segunda vuelta. Dos... Tercera vuelta. Uno...

Nada pasa.

Abro la puerta, sucediéndose en el negro de mis ojos cerrados toda mi historia con Alex, todo lo que llegué a sentir con él. Tengo los ovarios en la garganta solo de pensar que cuando le vuelva a ver después de lo que ha pasado esta tarde haya cambiado, que me exploten en la cara todos los errores que llevo cometiendo desde hace meses y me de cuenta de que no soy poliamoroso. Por Dios, ¿¡cómo iba a ser poliamoroso!? Como si en mi fuero interno fuera a sentir la decepción de mi novio, las ganas de acabar conmigo, de tirar por tierra todo lo que hemos construido en tres años. Veo su cara, tan conocida, tan estudiada, tan perfecta para ser acariciada por mis dedos. Escucho todos los "te quiero", los "te amo", los futuros prometidos y los pasados compartidos.

Se me quiebra el corazón mientras cierro la puerta detrás de mí, con el pomo aún entre las manos y la frente sintiendo la madera tapizada que actúa de barrera. Cojo aire, dejando caer la primera lágrima de frustración conmigo mismo y aparto al soltarlo todos esos pensamientos. Presto atención a los sonidos que puede haber en la casa y mi mente recrea mil y una imágenes trágicas, fatídicas, horripilantes, al escuchar el silencio. Los escenarios que se me plantean llegan desde la más absoluta alegría por poder poner fin a esta relación, hasta la más profunda decepción contenida en una maleta que proclama despedidas.

Todo aquello se ve sustituido por algo de esperanza al notar unos pasos, cautelosos, a mi espalda. Vuelvo a temblar, con los ojos ya exageradamente abiertos y la respiración acelerada.

Historias inacabadas.Dove le storie prendono vita. Scoprilo ora