Ciclo de llaves

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Ahí estaba ella plantada en la nueva librería de su pueblo con su largo vestido de terciopelo de color azul cobalto y sus manoletinas a juego. Sabía de buena tinta que había quienes se tenían dicho que era mejor no entrar en esos antros de perdición, esos lugares de donde salía un tanto más pobre en dinero y, si al menos las elecciones eran acertadas, otro tanto más rico en posibles conocimientos. En su cabeza siempre estaba la comparación sin sentido de cuando esos jóvenes se juraban, en plena resaca, que no volverían a beber en la vida, para repetir la jugada al siguiente fin de semana. Los adictos, rara vez hacían realmente algo por quitarse de lo que los tenía atrapados. Lo suyo no tenía solución posible como solo dependiera de sí mismos, y ella opinaba que lo mismo ocurría con los que tenían más libros que muchas de las bibliotecas municipales. Alguna vez había visitado lugares que certificaban que la dolencia existía, porque había gente con la casa llena de cantidades tales de libros que más les valdría irla ampliando si no querían aparecer un día sepultados bajo una montaña de sus queridos enseres que, desde hacía tiempo, no tenían dónde colocar de la manera debida. Por supuesto que a ella también le atraían esos objetos, pero los trataba con cautela. Los consideraba peligrosos. Capaces de lo mejor y lo peor, dependiendo de las palabras que tuvieran en su interior, de cómo estuvieran dispuestas, de cuál fuera su mensaje o finalidad.

Ese día, a Odalis se le habían ido los ojos a un objeto que no podía dejar de mirar con asombro. Era un ejemplar de algo que le resultaba de lo más cautivador. Tardó unos cuantos segundos en alargar la mano para acariciar despacio aquel precioso libro que más de un fanático de los libros estaría deseando obtener para engrosar su colección. Se los imaginaba dándole prioridad absoluta en el orden de lecturas a la hora de seguir su ritual en su butaca preferida. Allí lo abrirían con ilusión junto a una taza de té negro y olerían, junto al aroma de su infusión, el que saldría de las cuidadas y frágiles páginas de esa adquisición.

Pocas cosas le resultaban a esa mujer más atractivas ahora mismo que esa copia de Moby Dick, con cubiertas azules grisáceas de un tacto que simulaba la piel de ese marino animal que, en otro cuento y sin darle la misma identidad, había engullido nada menos que a Pinocho.

—Me lo llevo —concretó al dependiente del establecimiento, señalando al libro que había dejado sobre el mostrador de la única caja de ese pequeño establecimiento de barrio.

—Muy bien, pues son 3995 gald, ¿se lo envuelvo para regalo?

—Sí, por favor —respondió mientras se llevaba las manos a un bolsillo y después a otro y otro del bolso con nerviosismo, antes de añadir algo más con voz temblorosa —ay, parece que me he dejado la cartera en casa. ¡Menudo problema! ¡Ay, esto solo puede ocurrirme a mí! ¡Qué vergüenza! ¿Y ahora qué hago? ¡Ay, ay!

El dependiente trató de quitarle hierro al asunto y le dijo a la señora que se tranquilizara, que no era para tanto. Si tenía miedo de quedarse sin ese libro, él se lo podía dejar guardado en la cajonera del mostrador hasta que ella regresara con el importe necesario para realizar la transacción. A la mujer no le convenció en absoluto esa solución que le daban. Sentía la imperiosa necesidad de salir en ese mismo instante con ese objeto de deseo, por lo que espetó unas palabras con el afán de convencer al librero de que se lo fiase.

—Usted no lo entiende, es que mi nieto se va dentro de una hora de viaje de vuelta a su casa y es posible que no vuelva a verlo. Yo quería darle este libro de regalo para que lo llevara consigo y lo leyera tranquilamente y atesorara como se merece. Así, con suerte, se acordaría de esta pobre viejecita que tanto lo quiere. Si tengo que ir hasta mi casa y luego pasarme por aquí, no me va a dar tiempo a reunirme con él. Me sentí tan afortunada por encontrar un regalo perfecto para él y en verdad soy tan desgraciada... —se apenaba Odalis ante ese hombre que escuchaba su historia con atención—. Si no me hubiera olvidado la cartera, entonces, yo... —continuó lamentándose la señora a viva voz—. Si quiere, le puedo dejar mis llaves como prenda. Después yo le doy el libro a mi nieto, paso por casa a recoger mi cartera y vuelvo para pagarle. Sé que le estoy pidiendo demasiado, pero de verdad que estoy en un apuro. No sabe el apuro que me da todo esto, pero de verdad, créame si le digo que no veo otra manera para salir de este atolladero en el que me he metido yo sola por mi mala cabeza. Me haría usted un favor tan grande...

Hatillo de sábana bajera #PGP2022Where stories live. Discover now