Los frutos del pasado

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Se levantó con gran dolor del suelo. Lo último que recordaba era un forcejeo y que alguien lo empujaba contra una especie de arcos con luces. Desconcertado y con el pantalón rasgado por la zona de esa rodilla que no tardaría en estar amoratada, observó que estaba en lo que parecía un pueblo medieval. En su cabeza se formaron esas frases que son ya un cliché en las historias, pero que a cualquiera se le escaparían de verse en una situación similar a la suya: «¿dónde estoy?» «No, espera, esto no parece actual en absoluto... ¿en qué fecha estoy? ¿De cuándo es esto?»

Él mismo se sorprendió pensando así. Después, se dijo que de algo le tenían que haber servido años de películas y series con viajes en el tiempo. Estaba convencido de que era lo que le había sucedido a él y la mejor manera de comprobar que estaba en lo cierto era hacerse con un periódico. Caminó varios pasos en dirección contraria a la muralla contra la que había estado a punto de estrellarse y, antes de encontrar ninguna papelera, una mujer más joven que él le salió al paso.

—Tú no eres de aquí, ¿o es que eres el familiar de alguien y has venido de visita?

—¿A qué día estamos? —Consultó a todo correr el viajero del tiempo accidental, ignorando las preguntas.

—Entiendo... otro caso más... —comentó en bajo la joven rascándose la barbilla, mientras vio cómo, desde los escalones de la casa de Enriqueta y Obdulia estaba sentada la pequeña Joana con expresión de andar muy interesada— sígueme y te pondré al día —ordenó ella.

La misteriosa muchacha se lo llevó tirando de él de la mano hasta su casa a paso ligero. Entonces lo metió dentro de la casa y él se puso aún más nervioso. No sabía qué intenciones tendría. Después de lo que le había sucedido y con todas las incógnitas, ya se esperaba cualquier cosa.

—Mira, estamos en Castañil. A día 4 de abril de 1981 —le comunicó la joven una vez que hubo cerrado la puerta detrás de él, para asegurarse de que no había fisgones.

—Es que, a ver, no puede ser. Tengo que estar soñando o algo, porque no he oído hablar en mi vida de Castañita o como sea.

—Castañil —le corrigió ella— y ya veo que no te sorprende lo de la fecha. Así que, dime, ¿por qué has viajado al pasado? ¿Desde qué momento vienes?

El hombre le narró una historia inconexa y desordenada sobre cómo después del trabajo había ido a un local a divertirse con unos amigos y cómo, después de varias copas, se fue caminando dando tumbos dirección hasta su casa, pero un grupo de desconocidos que estaban fingiendo pelearse en un callejón lo secuestró, lo metió por una puerta trasera a un sótano mugriento y lleno de aparatos electrónicos de lo más extraño. Luego esos hombres misteriosos encendieron algo y lo arrojaron contra lo que parecía uno de esos detectores de metales como los de los aeropuertos.

—Mateo, tienes que quedarte en Castañil.

—María, que me llamo Yeray. Vale que mi nombre no aparezca en las galletas —recriminó en un intento frustrado de parecer ingenioso—, pero tampoco es tan difícil de pronunciar. Además, ¿por qué me querría quedar yo aquí en este pueblo que no sabía ni que existía? Señora, que yo soy de Carabanchel.

—A partir de ahora te llamarás Mateo. Bastante vas a llamar la atención como para venirnos ahora con un nombre como ese. Te va a tocar mentir a los demás. Coges y les dices que eres mi novio, que nos veíamos a escondidas cuando iba a la ciudad y que estamos tan enamorados que no podemos vivir el uno sin el otro y te vas a quedar aquí en casa conmigo.

El viajero, ofuscado, negaba con la cabeza e hizo un amago de sentarse sobre la mesita que tenía María en la entrada de su casa. Ella lo apartó con un gesto y continuó sermoneándolo.

Hatillo de sábana bajera #PGP2022Where stories live. Discover now