Atisbo de extinción

46 2 0
                                    


Apenas quedaban viviendas habitadas en esa aldea de clima primaveral perenne. Emer era la única niña. Eso no significaba que no tuviera amigos de su edad.

Acostumbraba a jugar en la ciénaga cercana a su destartalada casa de piedra. Allí conoció a Bríd, una de las últimas hadas supervivientes de lo que el capitalismo había arrebatado al planeta.

Emer no sabía si Bríd era como las demás hadas. Nunca había conocido ninguna que no fuera ella. Bríd, sin embargo, tenía constancia a través de los suyos de que, desde luego, el resto de humanos no eran como su amiga. Tenía que esconderse de todos ellos o correría peligro. Por eso todas las hadas estaban bajo un hechizo y nada más las podían percibir y ver quienes creyeran en su existencia. Los que no lo hacían, siempre buscarían aprovecharse de ellas cuando les llegase ese bofetón de realidad. Aun así, no se conformaban con su manto de protección y, por si acaso, mantenían las distancias y eran muy precavidas para no cruzarse con alguien que pudiera suponer un peligro, pese a, a priori, estar en el grupo de las personas excepcionales que creen en las criaturas mágicas.

Fue una circunstancia extraordinaria que el camino de las dos crías se cruzara. Estaban convencidas de que solo la muerte podría separarlas. La palabra «mudanza» demostró cuán equivocadas estaban.

—Hija, pronto comenzaremos la mudanza —informó su madre, mientras trituraba unas verduras para realizar una nueva tanda de hamburguesas vegetales.

—¿Qué es mudanza?

—Pues que nos vamos a ir a otra casa.

—¿Está lejos? —Consultó Emer, que veía, por primera vez, que las charlas y juegos con Bríd pendían de un hilo.

—Sí, hija, está lejos.

—¿Y tenemos que irnos? ¿No podemos quedarnos? ¿No os gusta a papá y a ti esta casa?

—Emer, mi niña, no es cuestión de lo que guste a uno. Es lo mejor.

—¿Lo mejor para quién? —Preguntó con lágrimas en los ojos. Agachó la cabeza y la sacudió para que el pelo le cubriera el rostro. Solía hacer eso cuando quería ocultar que estaba llorando, por más que su voz, débil, la delatase.

—Para todos. Allí nos irá mejor. No tendré que estar todo el día cocinando, ni papá llevando cosas a todos los bares de los pueblos de alrededor sin parar —como no obtuvo respuesta, asumió que se debía a la incomprensión, por lo que decidió cambiar el rumbo de la conversación mencionándola a ella— así, podrás ir al colegio.

—No necesito ir al colegio, tengo a la señorita Siers. Vosotros lo dijisteis. Que no tenía que ir al colegio porque tenía a la señorita Siers.

—Bueno, cariño, eso era antes. Sé que quieres mucho a la señorita Siers y que es una maestra estupenda, pero te irá muy bien ir al colegio y conocer a otros niños de tu edad. Podrías tener amigos de verdad —impregnó esas dos últimas palabras de un tono diferente, para remarcar lo que opinaba sobre aquella chica de la que hablaba a veces.

—¡No! ¡No necesito conocer a nadie más! ¡Estamos bien aquí!

De nada servirían los lamentos y las quejas. Sabía que sus padres mandaban y que la decisión estaba tomada. Le dijeron también que se irían al día siguiente a la ciudad. Tuvo el tiempo justo para despedirse de Bríd.

—¿Cómo que tu familia y tú os vais? ¿Por qué?

—No sé, yo tampoco lo entiendo.

—¿Y volverás? ¿Al menos de vez en cuando?

—Parece que no. ¡Es injusto! Yo no les importo nada. Ellos, ellos y ellos. Odio a los adultos —se quejó Emer a la par que pateaba una pequeña piedra delante de esa ciénaga donde tan buenos recuerdos guardaba.

Hatillo de sábana bajera #PGP2022Onde histórias criam vida. Descubra agora