El camposanto de la perseverancia

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Los guijarros que caían a su alrededor, golpeando el, a su vez, empedrado suelo aún algo humedecido por la tormenta veraniega de horas antes; iban acompañados de gritos y mortíferos insultos que pretendían herirla como lo haría una saeta envenenada. La costumbre por huir había hecho que corriera muy rápido. Mucho más rápido que cualquiera de los niños de su edad e incluso que los que se la doblaban. Corría con la ligereza de no llevar nada, con la velocidad que le otorgaba el instinto de supervivencia. Sus agresores, que tan solo actuaban como los gamberros que eran cuando ningún adulto rondaba cerca, no solo perdían tiempo sacando pecho para fardar entre ellos de cómo abusaban entre varios de su víctima, sino que tenían que pararse para recoger nuevos proyectiles cuando se quedaban sin cargamento.

En más de una ocasión se había llevado una buena tunda. No podía despistarse cuando caminada sola por Puanlá. Siempre tenía que estar atenta a ellos, dar media vuelta si escuchaba esas voces que provocaban que se le erizase el vello de los brazos, retroceder sobre sus pasos si los detectaba ocularmente desde lejos con esa vista prodigiosa que conservaría hasta el final de los días. Pero toda precaución era poca. Esta vez, sin ir más lejos, todo había empezado mientras iba a un recado. No se lo vio venir y un certero proyectil rígido y picudo le dio de lleno en la rodilla. A su aullido de dolor, lo acompañó otro envalentonado de su agresor, que avisaba a otros niños del paradero de aquella por quien tenían fijación.

La niña, herida, lo tenía más difícil para escapar. La rodilla, de la que emanaba un hilillo de sangre, le dolía más de lo que quería reconocerse a sí misma. Lo necesitaba para darse fuerzas. No lloraría, ni ahora ni tampoco en caso de que la cogieran y volvieran a tirarla al suelo, a pisotearle el pelo, a patearle las costillas, a mearle en la cara. Ella nunca lloraba. No delante de ellos. No les daría ese gusto. Estaba convencida de que, si mostraba debilidad, sería aún peor, llegarían todavía más lejos al regodearse en su sufrimiento.

Tan pronto como pudo, pegó un giro de 90 grados y se metió por un callejón estrecho entre dos casas de piedra. Así quedaría protegida por los muros como mínimo mientras les sacase ventaja y, además, con suerte, los niños se pararían para llenar sus manos y bolsillos, con lo que ganaría algunos metros adicionales de distancia. Aunque les llevaba la delantera, temía ser atrapada por el dolor de su rodilla, por eso había tomado ese camino en lugar de volver sobre sus pasos por la calle principal y torcer a última hora para colarse en su casa, donde hubiera estado a salvo. Cuando estaba a punto de virar en el callejón para entrar a otro similar que daría a parar a la senda del descanso eterno, bajo su casa, otro canto aterrizó sobre su cuerpo. Esta vez le dio en la pierna, en un punto bastante próximo al tobillo. El impacto le hizo perder el equilibrio y se estrepitó contra el suelo. Sus persecutores se emocionaron y, de manera acelerada, le tiraron todo cuanto cargaban gritando cosas como: «a por ella», «vamos a por esa hija de puta», «¡vamos!». Afortunadamente, su puntería no era su fuerte y sus lanzamientos frenéticos a locas aún hacían que menguara más, de modo que no llegaron a alcanzar nuevamente a su presa con arma arrojadiza alguna. La cría, a pesar del dolor, se incorporó tan rápido como pudo, sacó fuerzas de flaqueza y echó a correr sin molestarse en mirar atrás. A fin de cuentas, los oía próximos. Oía sus voces, sus jadeos. Al pasar por delante de la puerta del cementerio, cuando la mano del líder del grupo casi podía agarrarla, se coló en su interior y los chavales se quedaron fuera, asustados y sin saber qué hacer. No se atrevían a pasar. Se decía que ese lugar estaba maldito. Que en su interior habitaban fantasmas que eran puro rencor.

La niña trotó hasta el fondo de ese lugar repleto de lápidas con distintas formas, materiales e inscripciones que no era capaz de leer. Sabía que ya no la seguían, que esos críos del demonio se habían quedado fuera. Ahora consideraba esto como un pequeño refugio. Lejos de celebrar su pequeña victoria, se acuclilló, dejó caer su trasero sobre las briznas de hierba aún mojadas, se agarró a sus cortas piernas, metió su cabeza entre los muslos y sollozó a solas. Hasta el momento ella tampoco se había atrevido a entrar ahí. Al igual que los demás, había escuchado historias. Ahora, sin embargo, estaba convencida de que, ciertas o no, los muertos no podían dar tanto miedo como los vivos.

Hatillo de sábana bajera #PGP2022Donde viven las historias. Descúbrelo ahora