Heroína del día a día

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Son las cinco de la mañana. El despertador me da ese bofetón de realidad con el que me suele obsequiar cuando me separa de los cálidos brazos de Morfeo.

Tengo más sueño del que cualquier humano se pueda permitir. Ojalá pudiera tener al menos un día libre para mí, un día sin obligaciones. Estoy agotada y juraría que las fuerzas no me vendrán ni con un par de litros de café en vena, si no fuera que sé que con ellas o sin ellas tiraré. La necesidad es la mayor de las fortalezas. Es ella quien me hace llevar esta vida insana, quien me muestra que aún puedo moverme y avanzar, aunque sea a rastras. Anoche volví a verme obligada a quedarme hasta después de la hora de las brujas y hoy el cuerpo me lo recuerda. Especialmente la cabeza con ese tamborileo alrededor de la sien.

Hoy no se presenta mejor que ayer. Ni por asomo.

Rauda, corro a la cocina, cargo mi vieja cafetera y enciendo el fogón. Lo dejo ahí en lo que me zambullo en la ducha para lavarme a toda prisa. Cubierta por una toalla grande que compré en el mercadillo hace unos años, aparezco de nuevo junto al lugar que ahora tiene un dulce aroma a aquella droga legal que, espero, me espabile lo suficiente. Vierto un poco en una taza con un par de cubos de hielo y algo de miel. En lo que lo dejo reposar, cojo también un cazo grande y le meto leche a calentar. Mientras vigilo, me bebo mi café sin respirar y, acto seguido, cojo tres termos. En dos de ellos echo un par de cucharadas de cacao en polvo, en la otra un par de azúcar moreno. Cuando tengo listos los tres desayunos exprés, vuelvo a mi cuarto para vestirme. Dejo caer la toalla y queda pegada a mis tobillos desnudos en el suelo. Saco un vestido negro de raso muy ceñido del armario. Solía llevar faldas más largas y zapatos con el tacón más bajo que lo que había elegido para la reunión que tendría después, pero se trataba de algo especial y había asumido que, más que nunca, debía causar buena impresión. A la hora de cerrar la cremallera de la espalda me cuesta cuatro intentos atinar con ella y lograr subirla sin ayuda. En mi trabajo siempre toca ir con vestimenta formal. Eso, en el caso de las mujeres conlleva la pérdida adicional del maquillaje. Si fuera con la cara lavada me jugaría un despido que se camuflaría con cualquier otra razón. No me siento nada bien por verme forzada a aceptar esos términos, por ser una esclava de la moda, por tener que resultar agradable físicamente a cierta parte de la población que me produce rechazo. Me gusta arreglarme y verme guapa... cuando no lo hago por otros. Así era al menos, porque para mantener mi puesto he pasado por el aro con lo del maquillaje y me siento culpable por ello. A veces creo que soy un fraude como persona que lucha por sus derechos y los de sus hermanas.

Cuando logro dejar atrás los pinceles, potingues y labiales varios, con el pelo perfectamente seco y recogido y con un aspecto como de ser una invitada de una boda de alto copete, despierto a mis pequeños. Son casi las seis y mi visita a sus camas trae consigo nuevos lloros. Desde que dejé a Gabino —una de las mejores decisiones que he tomado jamás—, ya no me preguntan por qué no pueden quedarse con su padre en casa. No, ellos no. Ahora es cuando han comprendido que él no está, a pesar de que no entendieran que no lo había estado nunca. Entienden también que con cuatro años son demasiado pequeños para quedarse solos.

La separación llegó acompañada de recriminaciones por parte de varias personas que se creían con el derecho a criticarme que dejara a mi marido. Por lo visto, una mujer no puede apañárselas sola sin el respaldo de un hombre. Recibí mucha mierda con mi decisión. Buena parte de ella proveniente de gente que me sorprendió que opinara de ese modo y defendiera algo que era insostenible. «No deberías haberte separado» —me dicen aún algunos. «A ti no hay quien te soporte y estarás sola toda la vida» —comentan otros. Gracias por la opinión que no os he pedido y que está más vacía que el cascarón de un huevo vertido en la sartén. ¿En qué me ayuda estar con alguien que sólo se valora a sí mismo y que no hace nada en una casa en la que también vive? ¿Para qué compartir una vida con alguien que de padre sólo tiene el apellido que dejó en herencia? Hasta me he liberado de quehaceres por esa parte, porque ya no tengo que lavarle los calzoncillos, ni pelearme con él porque no se mueve del sofá, mientras me mira con desdén o me habla con esa superioridad que tanto detestaba. Peor aún era cuando me venía con paternalismos o me explicaba despacito cosas sobre las que tenía tanto o más conocimiento que él. ¿De qué obligaciones me hablaba ese inútil que solamente tiene que hacerse cargo en fines de semana alternos de sus hijos y ni eso hace bien? ¿De qué hablaba sobre lo mucho que los quiere, si es su madre la que se ocupa de que los niños estén bien, porque él prefiere salir con sus amigos o ver el fútbol mientras se lo hacen todo?

Puesto que a los niños ya los bañé anoche, ahora les ayudo a vestirse, cojo sus cosas y, al terminar, nos volvemos los tres juntos a esa estancia en la que había dejado los termos antes. Guardo cada uno donde corresponde, mientras reviso mi bolso para comprobar que no falta nada esencial como las llaves, la libreta o el pintalabios y me cargo también con una bolsa llena de fiambreras donde están la mía y la de aquellos que me habían pedido el almuerzo para hoy. Entonces, salimos de la casa.

Un pequeño viaje en coche nos separa de su guardería. Quedan en buenas manos con Beti y sus compañeras. Todo mujeres. Otro ejemplo más de que los cuidados y la crianza, de un modo u otro recaen en nosotras, incluso cuando es remunerado.

Al haberme levantado tan pronto, no pillo atasco para llegar al curro. Una de las desventajas de vivir en la periferia es ese fenómeno de la hora punta, aunque en la empresa para la que ejerzo se da la opción de comenzar la jornada a las 7 en lugar de a las 8 o 9 como en la mayoría de trabajadores en este país. Unos cuantos nos hemos acogido a ello. No es sólo por evitar los embotellamientos; me es más conveniente salir a las 3 del mediodía —las veces que salgo a mi hora— que hacerlo más tarde por defecto, porque así dispongo de más tiempo hábil para hacer compra, recoger, limpiar y llevar a cabo esos encargos que tomo para sacarme un dinero extra: el tema de los almuerzos para otros compañeros que no saben o no quieren cocinar y los remiendos en prendas para otros que, como yo, no tienen el capital necesario para comprarse ropa nueva cada vez que la suya tiene un pequeño desperfecto que con cuatro puntadas tiene solución.

Trabajo como una mula en la oficina. Tengo constancia de que mi sueldo, sin embargo, es inferior al de compañeros varones con las mismas o menos obligaciones y con una antigüedad equivalente o inferior a la mía. Brecha salarial, que le llaman. Yo lo llamo socavón. Con lo que me pagan es imposible siquiera responder a los amigos de verdad que vas tirando cuando te preguntan qué tal la vida. Asfixiada es decir poco, por eso no me queda otra que seguir trabajando desde casa para los demás, para que mi familia y yo vayamos tirando y no nos quedemos en la estacada.

He llegado algo antes de que comience mi turno, así que he dejado mis cosas en mi sitio y me he puesto a dejarle el táper a cada uno de mis clientes con la nota que le he pegado encima con su nombre y con las dos opciones que hay para mañana. Igualmente tengo más papelitos por si alguien quiere contratar mis servicios, que sepa qué opciones habrá. Al llegar a la mesa de Mariano, él estaba en su sitio tomándose un café de la máquina. He sentido cómo me miraba de arriba abajo con deseo. Mi intención era simplemente dejarle ahí su pedido y marcharme, pero ha tenido que abrir la boca cual cuñado de bar.

—Vaya, vaya con la Marichús, pero miradla con ese vestido, que nos va a poner nerviosos a todos y no vamos a poder ni trabajar —dice el muy puerco, expresando de ese modo su frustrado deseo de acostarse conmigo. Podría decirle algo, no sería la primera vez que me enfrento a uno de estos machitos, pero estoy tan cansada que decido hacerme la tonta y salir de allí cuanto antes. En otro momento, estoy segura de que aumentaría mi fama de histérica, borde o persona sin humor que no aguanta una broma. Ahora estoy completamente preocupada por la reunión de dentro de un rato. Nos jugamos mucho, sobre todo yo, así que decido que voy a repasar los puntos cruciales una vez más antes de que lleguen los clientes.

En la sala, nerviosa, pero tratando de guardar las formas para que se me respetara como la gran profesional que he demostrado durante la última década que soy, entro con paso firme junto a mi jefe y a mi compañero de proyecto. Uno de los clientes se apresura en pedirme un café y una pastita, dando por hecho que soy la secretaria. —Señor, no asuma lo que le venga en gana en base a prejuicios. Soy la co-directora del proyecto que le vamos a presentar a continuación —le corrijo, dejando claro que me he sentido molesta por este nuevo micromachismo que acabo de vivir. Creía que al alcanzar ese puesto, aunque todavía tuviera a un hombre a mi lado, había conseguido romper ligeramente el techo de cristal. El acoso que seguía persiguiéndome y los comentarios que me menospreciaban simplemente por mi género me han hecho darme cuenta de que en realidad no había provocado más que un pequeño arañazo, pero ese rasguño me da los ánimos suficientes para seguir luchando. Por mí. Por todas.

De un modo u otro, todas somos superheroínas a las que no se nos reconoce. Sé que no es necesaria una identidad secreta o un traje especial que todos vean, solo las ganas de combatir contra las injusticias. De esas, contra nosotras, hay millones. Algún día, lograremos la igualdad y podremos relajarnos, pero mientras tanto, nos toca seguir golpeando a los villanos.

Hatillo de sábana bajera #PGP2022Donde viven las historias. Descúbrelo ahora