Tercer sol

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Lima, Jueves 7 de Diciembre 2021

Ale,

¿Cómo diferenciar dentro de un amplio campo de duraznos, con el cielo pincelado de igual forma, aún a tiempo de apreciar su interminable búsqueda, a un melocotón? Si me preguntasen, esa persona debe estar ciega, sorda, sin piel ni oídos ni lengua, porque el haberte encontrado recordó a las fibras más opacas de mis sentidos el recuperar su color y confianza. Primero, su piel aterciopelada no le debe engañar. No, no está sucia; simplemente llena a su alrededor de diminutos vellos, que al compararle con otro fruto en ese campo este debe ocupar más espacio en su palma que el contrario. Segundo, de antemano debe haber en el bolsillo de su jardinera una navaja inglesa (simple, tampoco está usted allí para destapar un vino) la cual usará, después de hacer espacio entre las esferas naranjas sentadas en el césped, para con las piernas cruzadas, realizar un corte alrededor de su hueso, tal que la cuchilla fuera la tierra rodeando el sol el plazo de un año, que a usted le tomará menos de 36.5 segundos si llegó en temporada alta y el fruto abunda en carne.

Desde aquí, recuerdo que la elegancia entre tus pestañas cada que las juntabas para refrescar la vista que mantenías frente a esos orbes caramelo, era adictiva. Que las descontroladas risas que brotaban de tu garganta hasta colarse entre tu dentadura (perfecta me atrevería) y de esos finos y rosados pétalos que tienes como labios, me dejaban expectante. Y como olvidar tu ágil torso agacharse y una de tus sedosas manos rebotar la pelota al suelo, al mismo tiempo que planeabas una detallada estrategia que terminaba por cederle la victoria a tu equipo, que desde las gradas dejaba a más de una emocionada, mientras yo quedaba abrumada en emociones por todos esos detalles que definían el sabor de tu carne por la de un melocotón, que por casualidad me topé en una campo donde crecían duraznos. Finalmente, tomará entre su medio y pulgar la mitad que carezca de su hueso, para recibir con sus incisivos y sus belfos separados la degustación de una pulpa que no solo será dulce pero a su vez delicada y sedante a su paladar, única entre aquel (des)orden de frutillas alrededor suyo.

Henos aquí sentadas una vez más, en el jardín sin flores ni árboles, ni arbustos ni animales, ni frutos ni curiosos, solo las dos y el atardecer testigo de la única diferencia, que de las dos solo yo sigo masticando la primera mitad mientras a ti te pareció un asco, nublaste mi vista al escupir mi parte. De tu mitad, me permitía probar lo suave, sincero y honesto, puro y verdadero, perfecto y completo de todo lo que pude gozar. De mi parte, ¿que pudiste saborear?

Ninguna se puede mover, al menos no podemos hacernos caer. Si fuera así, nadie nos querría del suelo levantar, ya que ante la urgencia por caer no percataríamos de lo verde y rigidez en nuestra superficie, o lo flácido y apestoso de nuestro interior.

Y yo siempre corrí por caer lo más pronto.

Nos creemos tan maduras en esa etapa, pero a pesar de sólo ser catorce meses mayor, creo que fui yo más que tú la peor ingenua. Porque al caer en temporada bajísima, cuando nadie se atrevía, un eco reinó en ese vacío terreno donde aterricé, que por inercia mi cuerpo se encogió y tembló ante la presencia de una común pero superior plantación, la manzana. Nuestras vecinas, siempre mayores en tamaño y posición, desde arriba supervisaban todo movimiento por nuestra parte y de los duraznos, entre los cuales bien nos camuflaban. Te llegué a contar lo que me dijo una de ellas, más no la amenaza que acompañaba sus palabras. Y si mal no recuerdo, me sentó a las faldas de su tronco, y me dijo que durante semanas desde el inicio de cosecha, ella y otro par de manzanas habrían estado observando nuestro comportamiento comparado con el resto de frutillas, y que de hecho, éramos nosotras un par de duraznos más. Petrificada quede, y el silbido del viento junto a una fría brisa fueron mi único consuelo a sus siguientes indicaciones. Me ordenó alejarme de ti, separarme de tu actuar distinto y cortar toda comunicación, me explicó que de esta forma ambas tendríamos un espacio para 'recapacitar' y aceptar nuestra verdadera identidad. Posteriormente, si mal no recuerdas, en la copa más despejada del árbol, te senté justo como ella hizo conmigo, y expliqué lo que ella me explicó. Pero, nuestra relación jamás cedería, así que ambas prometimos que llegado nuestro momento de madurar lo suficiente como para caer, buscaríamos incesantes entre ese laberinto de duraznos y naranjos la presencia de la otra, que seguiría dispuesta a entrelazar caminos y descubrir conjuntamente el sabor mutuo, Desde aquel último encuentro supimos que la contraria sería la única capaz de recordarnos quienes alguna vez fuimos, o más bien quisimos ser.

Epistolario 𝒔𝒐𝒍𝒊𝒔 ©Where stories live. Discover now