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Inglaterra, 7 de mayo de 1.892.

Amanda examinó su reflejo en el gran espejo del vestíbulo de la posada George. El brocado de su vestido plateado se ceñía en su corpiño y descendía por la amplia falda. Era la primera vez que llevaba un vestido y por esa razón aún no se había acostumbra- do a la sensación de moverse en la extraña prenda. Acarició la hermosa tela mientras se balanceaba para jugar con el cancán.

Ese año, Amanda había cumplido 18 años. Era la úni- ca ocasión en la que una dama abandonaba la practicidad de los pantalones para volver a los vestidos que las mujeres de antaño habían soportado. Vestidos pesados e incómodos que, como les decían en la escuela, habían representado una jaula para las mujeres. En los tiempos de Amanda llevaban pantalones y prendas prácticas con las que poder trabajar. A excepción de esa única ocasión: la ceremonia de conversión a la edad adulta, cuando una dama escogía al hombre que la acompañaría y serviría durante toda su vida.

Era una celebración de gran importancia, que se desarrollaba en la mayor posada del centro de Crawley. Sucedía anual- mente, cada 7 de mayo, para las jóvenes que habían cumplido o cumplirían 18 durante ese año. La celebración comenzaba a medianoche y duraba hasta el alba, y por primera vez a las cumpleañeras se les permitía beber vino.

Amanda contempló la copa del dulce líquido rojo que aca- baba de depositar sobre el mueble, culpándolo por su sopor. Las imágenes le llegaban a trompicones, como si se trataran de estáticos cuadros. Se prometió que ni una sola gota más tocaría sus labios enrojecidos por el tinte del vino. No quería que el alcohol entorpeciera su elección.

Pronto abandonarían el salón del George, donde habían comido y bebido durante toda la noche, para dirigirse al An- drónicus y comenzar la esperada ceremonia de selección.

El Andrónicus era la residencia de todo hombre menor de 18 años. Allí, los criaban y entrenaban para servir a sus amas.

—¿Estás preparada? —preguntó Jane, a su espalda.

Miró a su amiga a través del espejo. Jane era una de las jó- venes más hermosas de Crawley. Su larga cabellera negra caía en una cascada de rizos de su moño alto. Amanda siempre había envidiado el cabello azabache de su amiga, fortalecido gracias a la pomada de Henkel & Cie. El suyo era rubio y ano- dino como el de otras tantas jóvenes en Inglaterra que solían disimular los escasos atributos de sus melenas con peinados bouffant o pompadour fortalecidos con acondicionares para el cabello como el aceite de masacar, preparado a base de flores ylang-ylang traídas de La India. Al menos tenía la suerte de poder llevarlo suelto siempre que se le antojara. La obliga- ción de recogérselo para encuentros sociales había pasado de moda. Quizá porque ya no quedaban hombres que considera- ran el cabello suelto una provocación.

—¿Estás nerviosa?

—Lo estaba —respondió Amanda—. El vino ha ayudado a disipar los nervios, pero aún estoy preocupada. Mi madre dice que escoja al joven más fuerte; tú, al que más me atraiga. Ni siquiera sé qué significa eso.

Jane era un año mayor que ella, por lo que ya había pasado por la ceremonia de selección. Desde entonces, siempre iba acompañada de William, un hermoso muchacho de cabello rojizo y unos ojos verdes y vivaces.

—En realidad, tiene que ser una combinación de ambas cosas. Quieres que sea fuerte para que pueda ayudarte con tu trabajo, pero piensa que lo tendrás a tu lado a todas horas; no querrás escoger a alguien que te parezca repulsivo. Ten en cuenta que tendrás descendencia con esa persona.

Recogió la copa de vino que Amanda había abandonado sobre el chifonier con ribetes dorados que había bajo el espejo y le dio un sorbo.

—Lo sé —asintió Amanda—. Pero mi madre ha insistido tanto en que escogiera al más fuerte y al que me pareciera más inteligente. Ella tiene más años de experiencia en esto que nosotras.

Un Siervo para Amanda (El Ángel en la Casa)Where stories live. Discover now