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La brillante hierba estaba cubierta por un tapete espeso de flores azules. Callum observó el bello contraste entre el azul y el verde de la pradera que se extendía en el horizonte hasta adentrarse en el bosque.

—Quiero llevar las riendas —volvió a decir. El cogote ru- bio de su ama, que estaba sentada delante de él a lomos del caballo, se balanceó de un lado a otro.

—Los siervos nunca lideran.

—No hay nadie más aquí —inquirió, inspeccionando el ca- mino de tierra angosto que serpenteaba hacia el bosque.

—Pronto llegaremos a donde nos aguardan las demás mu- jeres.

Callum puso una mueca, pero ella no pudo verlo porque estaba concentrada en el camino. Los árboles se sucedían uno tras otro a ambos costados del camino que recorría el caballo.

—Si vamos a tener compañía, ¿por qué me obligas a lle- var este estúpido traje? —Se miró el pecho y las piernas que colgaban a ambos flancos del animal. Amanda le había hecho ponerse una camisa blanca y un traje completo de color crema con líneas oscuras que formaban cuadros. Ella llevaba uno parecido, con el fondo más oscuro y líneas blancas verticales. La cola de caballo que se había hecho en el cogote le golpeó la nariz por segunda vez.

—Es la etiqueta oficial de Crawley para estos eventos. To- dos llevarán puesto algo parecido —le dio un manotazo en los dedos que habían ido a parar a una de las riendas—. Y no es un traje estúpido. Es caro, y es todo un honor ser invitado a cazar en las tierras de la señora Richardson. Poca gente dis- fruta de ese privilegio. Deberías estar agradecido por pertene- cer a un ama con tales vínculos sociales.

—¡Oh, pero estoy inmensamente agradecido por tener ama! —refutó él con marcado sarcasmo—. Cualquier clase de ama me llenaría de gozo y satisfacción. De preferencia, una bien mandona y con voz chillona.

Amanda le clavó un codo en las costillas.

—Puedo preguntarle a Amelia Whipple si quiere quedar- se contigo —tuvo el descaro de decirlo con fingida seriedad, mientras lo miraba por encima de su hombro.

—En ese caso, me infectaría de nuevo por la bacteria como pudiera. Le lamería la nariz a un siervo resfriado si hiciera falta.

Amanda rio. Su pequeña nariz estaba muy cerca de su bar- billa. Encantado con su risa, Callum continuó:

—No sin antes volver a azotarla con un paraguas.

Continuaron unos instantes en silencio. El calor de la risa compartida aún en sus rostros. También había calor allí donde sus muslos estaban unidos. El roce intermitente entre estos por el trote del caballo era agradable.

¿A quien quería engañar? Era un placer incomprensible. Su pecho le pedía cosas como aquella todo el tiempo. Cosas como que alargara una mano y le acariciara el pelo, o que apretara su delgado hombro, o cualquier acto que implicara contacto. Era agotador porque cada vez la necesidad de acercarse a ella se volvía más urgente, y él siempre se contenía. Pero en esta oportunidad la cabalgata hacía su proximidad inevitable, y era un verdadero consuelo dejar de luchar contra sí mismo.

A pesar del alivio aquel deseo persistía en algún lugar de su interior gritándole que no era suficiente. Algo poderoso en el cuerpo de ella emanaba de su piel como una onda invisible de calor que lo atraía.

En esos momentos, lo único que podía sentir eran sus piernas en contacto con las de ella. El resto de sensaciones, imágenes y pensamientos se desvanecían descoloridos ante la intensidad de lo que registraba su piel.

—La señora Richardson solo organiza una cacería al año

—comentó Amanda, ajena a sus elucubraciones. Siempre era cuidadoso que ella no notara sus extrañas inclinaciones—. El año pasado no se celebró por la falta de presas. Se trata de un evento muy costoso y elitista, pero es tan popular que las presas no dan abasto.

Un Siervo para Amanda (El Ángel en la Casa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora