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El Andrónicus no contaba con ningún medio de seguridad, simplemente porque no había necesidad para ello. Ninguno de sus ocupantes iba a intentar escaparse, a no ser que alguien se lo ordenara; y eso jamás había ocurrido antes.

No es que nunca nadie hubiera allanado en el edificio, sino todo lo contrario, era una popular travesura infantil entre las niñas colarse durante el día para curiosear y conocer a los muchachos. Sin embargo, Amanda iba a ser la pionera en co- larse por la noche con la intención de llevarse a uno de los jóvenes. Ocurriría por primera vez en la historia de Crawley, aquella fresca noche de verano por la que Amanda tuvo que dar gracias.

Debido a la temperatura estival, las trabajadoras decidie- ron dejar las ventanas medio abiertas para aprovechar la brisa de la noche y refrescar el interior del edificio. Le fue fácil deslizarse hasta el centro de la recepción, que a medianoche estaba desierta. Las trabajadoras que tenían turno de noche ya se habían retirado a sus habitaciones, y un apaciguado silen- cio reinaba en la casa, hasta que sus pasos hicieron crujir la madera de los escalones. El sonido no fue lo suficientemente intenso como para alertar a las trabajadoras. Ni siquiera el latido acelerado de su corazón lo era.

Los plateados rayos de la luna se colaban por el mosai- co de los ventanales con un fantasmagórico reflejo grisáceo. Grotescos cuadros medievales con escenas de caza y guerra adornaban las anodinas paredes de la recepción y continua- ban por los pasillos. Los hombres de antaño al parecer se habían interesado enormemente por las guerras y las armas, y los cuadros representaban la masculinidad del edificio. Las puertas estaban pintadas de azul marino y enmarcadas en cian como una burla a la antigua distribución de colores por gé- nero. El rosa para las chicas, el azul para los chicos. Amanda odiaba el rosa y se alegraba de no haber sido uno de esos be- bés ataviados con el saturado color como una declaración de su identidad sexual. Los bebés eran los únicos cuyo sexo no era inmediatamente reconocible con un simple golpe de vista, por lo que sus antepasados habían inventado ese código de co- lores para asegurarse de dejar clara la segregación de género desde los primeros días de vida. El por qué de esa necesidad de encasillar e imponer condiciones a la personalidad basadas en un órgano, era algo que no comprendía.

La habitación de los jóvenes era una enorme galería con sucesiones de camas a ambos lados. Amanda recorrió el pasi- llo central, parándose para observar las cabezas descansadas sobre las almohadas. Pero ninguna de ellas era la de Callum.

Apretó los puños hasta clavarse las uñas en las palmas. Si no se lo habían llevado al Andrónicus no sabría dónde más buscar.

En ese momento, reparó en que una de las camas vacías tenía las sábanas revueltas, como si alguien hubiese dormido en ella. Podía tratarse de uno de los muchachos haciéndole una visita nocturna al lavabo; pero valía la pena investigarlo.

Cuando llegó al lavabo se lo encontró vacío, lo que, sin duda, era una buena señal, pues ningún siervo abandonaría la habitación por otro motivo. Aquella cama solo podía pertene- cer a Callum.

Salió de la habitación, preguntándose a dónde se habría dirigido el muchacho y entonces su zapato se resbaló en algo mojado pero denso. Se agachó para analizarlo, la escasa ilu- minación no le permitía vislumbrar de qué se trataba. Pero, al inclinarse y tocarlo, se dio cuenta de que era sangre. La suya propia se congeló en sus venas. Algo en sus entrañas le decía que aquella sangre pertenecía a Callum. ¿Y si le habían hecho daño? ¿Y si era demasiado tarde?

Su desesperación calcinó su cautela y comenzó a llamar al muchacho mientras abría todas las puertas que se encontraban en su camino.

Por suerte ninguna de las puertas que probó pertenecía a las cuidadoras. Aunque tampoco le importaba que la escucharan, quería enfrentarse a ellas para exigirles saber que le habían hecho a su siervo.

Un Siervo para Amanda (El Ángel en la Casa)Where stories live. Discover now