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Amanda escuchó la voz de su madre a través del pasillo que desembocaba en su despacho. El sol del alba se colaba por las ventanas del corredor iluminándolo de una inusual blancura. Estaban disfrutando del mejor verano en cuarenta años. Se asomó por una de esas ventanas y vio que las sábanas blancas, que habían sido colgadas en el patio, apenas se agitaban por la ausencia de viento. Más allá del patio se extendía el bosque cuya frondosidad ofrecía una tregua de calor.

El reloj acababa de anunciar las ocho de la mañana, pero Amanda se había levantado temprano para evitar a Callum. Después de lo ocurrido en el teatro, temía quedarse a solas con él.

La noche anterior, en el carruaje, con una mirada tan ar- diente como curiosa le había preguntado sobre lo que había ocurrido entre ellos en el teatro. Esa era una conversación, para la que aún no estaba preparada.

La puerta del escritorio se abrió y su madre se asomó por el quicio. Pareció asustarse al verla, como si no la esperase allí, pero enseguida se mostró complacida por su presencia. Amanda la buscaba porque quería pedirle permiso para hacer una visita a sus parientes de Escocia. Sería un placer enseñar- le a Callum el viejo castillo y perderse con él en las Tierras Altas.

―Excelente, me disponía a ir en tu búsqueda ―dijo Mary, instándola con la mano a acercarse.

Amanda arrugó la frente un tanto desconcertada.

―¿Me necesitas, mamá?

Era la primera vez que su madre convocaba a nadie de la familia mientras estaba reunida con otras mujeres. Normal- mente, eran gente importante, con la que trataba asuntos de política con los que ella poco tenía que ver.

―Nada importante ―desechó su madre―. Ven a saludar a mis invitadas.

Peculiar, sin duda, pero Amanda no dudó en seguir las ins- trucciones de su madre y entró en el despacho donde se en- contró con cinco mujeres sentadas, tomando el té.

―Buenos días, Amanda ―dijo Elizabeth Hale, con una sonrisa piadosa―. ¿Cómo va todo?

―Buenos días señora Hale, señoras. Todo va muy bien, gracias.

―Hace poco recibiste a tu siervo, ¿verdad? ―preguntó otra de las mujeres, cuyas gafas redondas parecían apunto de resbalarse de la regordeta punta de su nariz.

Amanda asintió.

―¿Considerarías que tu vida es más sencilla desde enton- ces? ―continuó la mujer de los anteojos.

«¿Sencilla?».

Le hubiera gustado reírse. Se notaba que no conocían a Callum en absoluto. Al menos se tranquilizó al darse cuenta de que solo querían la declaración de una chica cualquiera sobre su experiencia al poseer un siervo.

―Supongo ―dijo, sin saber que más añadir. Sus circuns- tancias con respecto a su siervo eran de lo más peculiar y esa mujer no podía ni imaginarlo.

―¿Estuviste en la fiesta de las Richardson anoche? ―pro- siguió la mujer, sorprendiéndola por completo.

Asintió sin decir una sola palabra.

―¿Bailaste con Oscar Richardson?

Antes de responder, Amanda se replanteó seriamente la posibilidad de que estuviese soñando. Que su vida privada formara parte de las discusiones de aquellas mujeres tan im- portantes y con asuntos de Estado, era algo más allá de lo irreal.

―Sí, bailé con él en una ocasión. Pero, ¿por qué me pre- gunta eso?

Mary se acercó a ella y le sonrió de forma reconfortante.

Un Siervo para Amanda (El Ángel en la Casa)Waar verhalen tot leven komen. Ontdek het nu