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Aquellos fueron los cinco minutos más largos de su vida.

Jane acababa de acusarlo sin siquiera saberlo, y Callum casi podía escuchar los dientes de Amanda rechinando en un histé- rico baile dentro de su boca. Quería hablar con ella, explicarle que no era del todo lo que parecía, que él no era el monstruo que ella se estaba imaginando. Pero no podía emitir ni un solo sonido o siquiera cruzar la mirada con ella. Aquella prisión invisible empezaba a agotarlo y a enloquecerlo con el asfixian- te síndrome del prisionero. No era justo que solo por su sexo tuviera que empezar de menos diez a forjarse la confianza de los demás, en lugar de empezar de cero. Tenía que luchar el doble que cualquier mujer para llegar al mismo punto, porque la sociedad ya lo había clasificado y valorado por su género.

Sin ir más lejos, Amanda lo había juzgado sin siquiera es- perar a escuchar su versión de lo ocurrido. Podía notarlo en la forma en que se apartaba concienzudamente de él, en el pe- queño asiento del carruaje. En el diminuto espacio del palmo que los separaba cabían toneladas de prejuicios.

Quería ser indiferente a la opinión que ella tuviera de él, pero verse reflejado como un monstruo en sus ojos lo destro- zaba a un nivel que le daba miedo admitir. Quería ser su igual, su compañero y no vivir en un arreglo donde una de las partes estaba irremediablemente sometida.

Por fin se detuvieron en la casa de Jane, y mientras las mu- chachas se despedían, sus palpitaciones se aceleraron con los nervios de la anticipación. Apenas habían cerrado la puerta del carruaje, cuando Amanda se volvió hacia él con una ex- presión iracunda.

―¿Qué demonios le has hecho a ese chico?

―No es lo que crees, Amanda ―declaró, levantando las manos para apaciguarla. Sin embargo, el discurso que había ensayado en su mente se negó a acudir de la forma ordenada y razonada en que lo había preparado. Intentó alargar el brazo para cogerla de la mano, pero ella lo apartó y se sentó en el banco de enfrente.

―No puedo encubrir todas tus travesuras, Callum

―declaró con tono cansado―. Pero esto ni siquiera es una travesura. Has herido a ese muchacho indefenso.

Sus manos se cerraron en puños y tuvo que contenerse para no golpearlos contra algo, lo que no hubiera contribuido a su causa.

―¿Por qué me preguntas que ha ocurrido cuando ya has de- cido que soy culpable de un crimen ―le dijo con vehemencia.

Amanda suspiró y su semblante se serenó un tanto, dando paso a la incredulidad y el recelo.

―No estoy diciendo que no sea el culpable de lo que le ha ocurrido a Oscar ―comenzó con suavidad―. Pero no era mi intención herirlo de esa forma. En parte no es mi culpa, pues estoy siendo invadido por todas estas emociones que ni siquiera entiendo y que no he tenido ni el tiempo ni el adies- tramiento para aprender a controlar.

La joven pestañeó varias veces y supo que la sinceridad era el mejor camino para llegar hasta ella como quería. Con un movimiento de cabeza le indicó que continuara.

―Estaba actuando y disfrutaba más que nunca, pues tú misma has visto la reacción del público. He podido probar mi nueva melodía e improvisar sin que lo notaran. Te lo atribuían todo a ti, pero no me ha importado porque la sensación ha sido inmejorable. Entonces, te vi dirigirte al balcón con Oscar y no sé cómo explicar el sentimiento que me embargó, pero tuve que seguirlos. El destino parecía querer propiciarlo, porque acababa de terminar la canción. Por lo que me dirigí al balcón; pero, antes de llegar, te vi entrar en la sala de nuevo y atrave- sarla, y mi intención fue ir hacia ti, pero entonces vi a Oscar emerger de la misma puerta. Al verle, volví a sentir ese ho- rrible dolor en mi interior como si miles de cristales rasgaran todos mis órganos a la vez. Totalmente cegado por ese dolor le susurré al fantoche que regresara al balcón y salí con él. Mi intención era ordenarle que se escondiera en el invernadero o entre los rosales del jardín, cualquier cosa con tal de evitar que volvieras a bailar con él. Amanda, si supieras las cosas que nos ocurren a los hombres... ―se detuvo para revolverse en su asiento. Si le explicaba algo de los sentimientos tan os- curos y bizarros que lo inundaban, y de lo que había hecho en su habitación pensando en ella, la asustaría y la perdería para siempre―. Por muy infectado que esté Oscar... ―bajó la mi- rada para clavarla en el escote que la escueta camisa apenas ocultaba―. Podrías, por favor, no volver a ponerte esa camisa cuando salgamos. No tienes ni idea del peligro al que te expo- nes, si Oscar, o cualquier otro, despertara.

―Callum, continúa con tu historia ―lo interrumpió, re- pentinamente enojada.

―No hay mucho más. Le ordené que se escondiera en el invernadero que vi desde el balcón, pero había llovido y se resbaló en los escalones. Para ser justo debo decir que la es- calera no estaba iluminada. Sé que no debería haberlo hecho y me sentí fatal cuando lo vi caer, pero esa no fue mi intención y ni se me había ocurrido que podría ocurrir.

Callum no se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento hasta que la vio asentir despacio.

―Te creo ―concedió al fin―. Ha sido un desafortunado accidente y por suerte Oscar se repondrá.

―¿Estás muy interesada en su integridad? ―le recriminó antes de poder detener sus palabras. Cerró los ojos, arrepin- tiéndose de haberlo dicho. ¿Qué le estaba pasando?

Se encontraba perfectamente y de un segundo para otro se veía invadido por una oleada de rabia hacia ambos que apenas podía contener.

Para su sorpresa, Amanda sonrió.

Si no se equivocaba por la falta de iluminación, también se había sonrojado. De todas las reacciones que hubiese espera- do, esa ni siquiera estaba en la lista.

Sus manos comenzaban a temblarle y las apretó contra el asiento.

—Amanda —dijo, y tuvo que aclararse la garganta para recuperar el tono habitual de su voz—. Lo del teatro... —el carruaje se detuvo interrumpiéndolo.

Ella no perdió el tiempo para saltar del asiento y abrir la puer- ta, sin darle tiempo siquiera a la cochera para hacer su trabajo.

Subieron a la última planta en silencio, por el bien de las demás moradoras de la casa, pero en realidad se alegraba de tener tiempo para recomponerse y pensar. Estaba tan preocu- pado y avergonzado por lo que le estaba ocurriendo que no sabía qué decirle.

Una vez en el ático, ella se mantuvo callada hasta alcanzar la puerta de su habitación.

—¿Callum? —no hacía falta ser un genio para compren- der que aún estaba enfadada—. Jamás vuelvas a decirme qué debo ponerme.

Lo dijo con una seriedad mortal, como si estuvieran tra- tando algo de vital importancia. Por mucho que se desviviera en explicarle que lo había dicho por su propia seguridad, ella parecía totalmente disgustada por la idea. Tendría que confiar en que Amanda sabía más de la vida que él, y esa era una bata- lla que estaría condenado a perder. Quizá de forma perpetua.

Asintió ligeramente y Amanda mostró un mínimo de sa- tisfacción por ello, pero aun no lo perdonaba por su compor- tamiento; y se lo hizo saber limitándose a darle las buenas noches con tono frío y a retirarse a su habitación.

Se quedó allí de pie, contemplando la hermosa madera de la puerta cerrada al menos dos minutos. Su corazón acababa de conocer una nueva modalidad de dolor. Nunca antes ella había estado enfadada y decepcionada con él de esa forma. Nunca antes él había sabido que su pequeña amiga era capaz de proporcionarle otros placeres más allá de su conversación y su bella imagen. Nunca antes la había sentido tan lejos, ni la había necesitado tan cerca.

Un Siervo para Amanda (El Ángel en la Casa)Where stories live. Discover now