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El Hall de Crawley nunca antes había estado tan atestado de gente. Apenas se podía respirar por la marabunta de cuerpos que ocupaban la sala. Pero Amanda se hubiera sentido igual, incluso, si la sala hubiera estado vacía. La imperiosa sensa- ción de que un muro la separaba del resto de la gente no la había abandonado ni un segundo desde el momento en el que tomaran a Callum.

Aquella mañana, los periódicos de todo el mundo repetían la misma portada. Una historia real en la que un experimen- to llevado a cabo por la alcaldesa de un pequeño pueblo de Inglaterra, exponía con rudeza el supuesto comportamiento agresivo y descontrolado del siervo despertado. El artículo malinterpretaba y exageraba los moretones de Amanda, el cambio en su comportamiento, el incidente con Oscar, y otras travesuras de Callum, y estaba redactado de forma tan gro- tesca y gótica que nada tenía que envidiar a las novelas de Anne Radcliffe. El Callum que describían los periódicos, no era el hombre que ella había llegado a amar con desgarradora intensidad, sino un doppelgänger maléfico que puso los pelos de punta a todas las mujeres ignorantes que se lanzaron sobre las urnas aquella mañana de domingo.

Amanda se había quedado afónica durante la noche, inten- tando convencer a su madre de que todas esas acusaciones eran infundadas y asegurándole que debía cambiar de idea respecto a los hombres en general y respecto a Callum en par- ticular. Durante su discurso había pasado por todas las fases y había utilizado todas las técnicas, el razonamiento, la rabia, el cariño, e, incluso, le había asegurado que se suicidaría; pero todo ello no pareció sino convencer aún más a su madre del peligro que los hombres suponían. Incluso, a sabiendas de que Callum no era el monstruo que había imaginado, estaba com- pletamente decidida a mantener su postura.

Lo había entendido entonces. Algunas personas se aferra- ban a sus prejuicios como a una tabla flotante en medio del mar. Vivían inundados de miedo e inseguridad, y lo único que enfocaba sus sentimientos destructivos hacia el exterior era su convicción de que ahí fuera existían un grupo de personas a los que culpar por la oscuridad que los devoraba por dentro.

A las siete de la tarde. A una hora de que se hiciera público el resultado de la votación. Amanda se dirigió a la posada en la que se alojaba Elizabeth Hale y le explicó de forma razo- nada e intentando parecer lo más sincera posible, la verdadera historia tras el experimento. Pero la señora Hale, a pesar de mostrarse mucho más conmovida que Mary, le había asegu- rado que era demasiado tarde para eliminar el artículo de los periódicos. Demasiado tarde para borrar la semilla del miedo en las mentes votantes. El daño estaba hecho.

Amanda no sabía qué más podía hacer, su pensamiento es- taba colapsado por las circunstancias y lo sentía entumecido, extraño.

Elizabeth Hale le había dado esperanzas con respecto a la votación, asegurándole que, incluso a pesar del experimento, tenían posibilidades de ganar. Lo único que le quedaba por ha- cer era esperar que la mujer no se equivocara en su conjetura.

Elizabeth Hale subió los escalones del palco del ayuntamiento de Crawley y el murmullo que rodeaba a Aman- da comenzó a disminuir hasta extinguirse por completo.

La mujer saludó a la audiencia y pronunció sus palabras, pero su cabeza aletargada no lograba prestar atención a nin- guna de ellas, hasta que dijo las palabras que incendiaron sus nervios, despertándola por completo.

―El resultado de la Gran Votación sobre la liberación de los hombres es...

«Positivo», gritó la mente de Amanda. Se agarró el estómago con el brazo derecho. También sus extremidades temblaban como un perrito mojado bajo la lluvia. Sus nervios dolían por toda la extensión de su ser, y lograba reconocer a la perfección dónde comenzaban y por dónde viajaban hasta su cerebro. Si existía el infierno, debía tratarse de algo muy pa- recido a lo que estaba sintiendo en aquel instante. En aquella simple fracción de segundo, que era consumadamente distinta a todas las demás. Un momento en el tiempo que no perte- necía a este mundo y jamás lo haría. Amanda no lo aceptaría como parte de su vida, porque todas las constantes vitales de su cuerpo se detuvieron, como si la muerte hubiera invadi- do su ser solo por los segundos que el veredicto de la Gran Votación tardó en viajar desde la hoja de papel que sostenía Elizabeth Hale hasta el aire que salió por sus labios.

―Negativo—lo supo antes de escucharlo, pues los hom- bros de la señora Hale cayeron en derrota al mirar la hoja.

Un revuelo azotó la sala que estalló en vítores. Gran parte de las asistentes del Hall de Crawley estaban a favor de la esclavitud masculina. Cada mujer en el mundo tenía sus mal- ditas razones superficiales para decidir si querían devolverles a sus siervos sus cerebros o no. Ninguna de ellas sabía lo que era amar desesperadamente a una de esas mentes. Vivir en una realidad con una primavera llena de preciosos colores y aromas embriagadores, de mariposas bailarinas, de cantos de pájaros y cálidos rayos de sol; todo ello comprimido en el interior de tu pecho por la simple existencia de esa persona. Y acababan de asesinarlo. Acababan de asesinarla.

Miró a las mujeres de su alrededor, charlando animada- mente, con un desprecio del que nunca pensó que fuera capaz. Miró a sus siervos, callados e inertes, sin expresión alguna, sin reaccionar tras escuchar que nunca serían liberados. Sintió náuseas ante lo que les habían hecho a los hombres. Sus ojos se clavaron en uno de los muchachos y se imaginó qué clase de personalidad y gustos tendría; qué mundo habría dentro de aquella cabeza adormilada por una diminuta bacteria.

Décadas atrás, los hombres las habían esclavizado, repri- mido y anulado; pero ellas no estaban siendo mejores que ellos. El simple hecho de tener medios para abusar de otros no daba el derecho de hacerlo. O al menos no debería darlo.

¿Ahora qué iba a hacer ella?

¿Quién iba a salvarlos?

Un Siervo para Amanda (El Ángel en la Casa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora