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La joven lo observó aturdida durante un instante que le pare- ció eterno.

―Disculpa, ¿qué has dicho? ―murmuró al fin.

Puede que no hubiera formulado la pregunta de la mejor forma. Pero, ¿qué otra manera había para realizar una petición tan extraña? Quizá debería explicarle la extraña enfermedad que lo estaba poseyendo. Pero le resultaba imposible expresar algo que ni siquiera él comprendía.

―Lo siento, sé que no apruebas el contacto, pero es que he desarrollado una especie de fijación con tu pecho. Es casi una obsesión. A menudo no me deja concentrarme en otras cosas, sobre todo cuando te inclinas y asoma por tu camisa o...bueno, todo el tiempo, en realidad ―vomitó con rapidez, atropellándose a sí mismo al hablar.

Amanda lo contempló con ojos desorbitados, como si fuera un demente o un bicho raro, y no la culpaba. Acababa de con- fesarle estar obsesionado con una parte de su cuerpo y ahora que veía su expresión, sabía que no podía revelar jamás el resto de extrañas obsesiones que lo estaban acosando.

―Supongo que se trata de mi curiosidad, ya que tu pecho es tan distinto al mío y estoy seguro de que si me permitieras examinarlo una vez, perdería el misterio que parece ser el des- encadenante de mi fijación.

Continuó mirándolo boquiabierta, y cuando ya parecía que iba a responderle, solo un sonido inarticulado salió de su boca.

―Di algo, Amanda ―la instó―. No me parece que sea para tanto lo que te pido.

La frente de la muchacha apenas le llegaba a la barbilla. Era tan pequeña y delicada. Al principio eso le había parecido ridículo, e incluso la había creído inferior, pero poco a poco, había comenzado a apreciar la belleza de las redondeces en lugar del músculo y de la tersa piel que cubría los huesos.

Al fin, ella pestañeó varias veces como si regresara de un ensueño.

―Te propongo un acuerdo ―dijo―. Te concedo tu peti- ción si tú me concedes la mía.

¿Cuál era su petición? Apenas podía pensar, pues la locura lo estaba haciendo perder la razón. Su corazón había empe- zado a acelerarse como le había ocurrido tantas veces que se había acostumbrado. Su piel le picaba como si la fiebre lo estuviera invadiendo repentinamente.

Lo que fuera, le daría lo que fuera por permitirle hundirse en la demencia de sus oscuros deseos por un instante. Después de tantos días luchando contra ellos, estaba cansado y solo quería abandonarse a su merced.

―¿Callum?

Respiró profundamente.

―Sí, lo que sea ―farfulló impaciente, y luego se aclaró la garganta―. ¿Cuál era tu petición?

―Que me permitas ir al teatro sola con mis amigas.

Asintió, notando un extraño pesar en el pecho. Mientras que él enloquecía obsesionado con ella, lo único que ella quería era alejarse. Qué cruel le pareció la chica de repente, aunque fuera su locura juzgando por él; porque en el fondo sabía que ella no tenía la culpa de ninguna de las cosas que le hacía sentir.

Amanda suspiró y comenzó a desabotonarse la camisa. Parecía mortificada o quizá estaba asustada. No le importaba siquiera, la locura había tomado su cerebro por completo, es- pecialmente cuando sus ojos se posaron en la fina tela de seda que apenas cubría a la joven.

―Me voy a quedar con el camisón puesto ―le informó. Si no fuera porque él tampoco pensaba cumplir su parte del trato, la hubiera acusado de tramposa. Pero la tela era tan fina que cuando puso sus manos alrededor de su torso, justo por debajo de sus pechos, sintió el calor de su piel. Sus pulgares palparon las costillas de la joven y no se demoraron en ascen- der por las protuberancias. La tela se movió con sus manos y la rozó, lo que la hizo exhalar entre sus labios abiertos. Su corazón se disparó como una bala. Algo iba mal. Estaba per- diendo totalmente la cabeza. Un fuego líquido parecía haberle inundado la mente y haberle nublado la vista. Su cuerpo se estaba colapsando y todo venía de las palmas de sus manos. Su estómago ardía en llamas y su...

Separó las manos del cuerpo de la joven, pues empezó a tener miedo de sí mismo. Todo su ser le pedía algo y no tenía idea de qué podía ser, pero le pareció que podía llegar a ha- cerle daño si se dejaba llevar. Quizá aquella era la oscuridad que había conducido a los hombres de antaño en su crueldad, quizá era cierto que todos los hombres eran unos dementes.

―¿Estás decepcionado? ¿Acaso no era lo que esperabas?

―preguntó ella y su voz sonó distinta, como si se estuviera contagiando de su locura. Se limitó a negar con la cabeza, y la vio sonreír. Aquella sonrisa que siempre lograba tirar de sus entrañas hacia abajo―. Pero no me encuentro bien Amanda. Me duele...

Sin necesidad de explicarle nada más, ella pareció enten- der. Su mirada descendió por un instante a su entrepierna. Ciertamente había estudiado sobre la locura de los hombres y sabía lo que le estaba ocurriendo.

Lo supo con seguridad cuando la vio apartar los ojos de él, como si no soportara su visión. Se había convertido en lo que ella había sido educada para temer y odiar.

―Tienes que darte un masaje, Callum ―dijo, mirando ha- cia la ventana.

―¿Un masaje? ―repitió él, preguntándose si tal cosa po- día aliviar su condición.

―Un masaje... ahí, donde te duele, y te prometo que te encontrarás mucho mejor.

―¿Podrías darme tú ese masaje? ―mientras formulaba la pregunta se imaginó la escena en su cabeza, e intensas sacudi- das invadieron su cuerpo. Estaba claro que si ella se acercaba a él de nuevo y ponía sus manos sobre él, terminaría de vol- verse completamente loco. Pero le daba igual; necesitaba con- seguir que esa escena ocurriera―. Por favor, Amanda, creo que me ayudaría mucho que tú...

―No, Callum ―chilló, alejándose aún más―. Tienes que hacerlo tú mismo. Bajo ningún concepto puedo ayudarte. Por Dios, no aquí, vete a tu habitación.

―¿Por qué eres tan cruel conmigo? ¿No ves que estoy en- fermo? ―le espetó dolido por su frialdad―. Me mandas a mi habitación solo, cuando puede que esté a punto de morir.

―No seas exagerado. Haz lo que te he dicho y todo irá bien.

Ni siquiera se dignó a darse la vuelta para mirarlo mientras lo echaba con tanta indiferencia.

Callum se marchó a su habitación a grandes zancadas y dio un portazo para asegurarse de que lo entendía enojado. Se quedó mirando la puerta, a la espera de que ella cambiara de idea y la abriera. Pero le quedó claro que eso no iba a ocurrir cuando oyó la llave girando la cerradura entre ellos.

Se tumbó sobre su cama enfurruñado.

«Esa maldita bruja me enferma con su presencia y luego me echa de su lado como si fuera un perro», pensó el muchacho.

Estaba tan enfadado con ella que no se sintió culpable por tenerla en su cabeza y dar rienda suelta a sus macabras ideas mientras seguía su consejo sobre el masaje.

Un Siervo para Amanda (El Ángel en la Casa)Where stories live. Discover now