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A las siete menos diez Amanda estaba lista para el teatro. Miró la puerta que dividía su habitación con la de Callum y decidió hacerle una visita antes de marcharse. No lo había vuelto a ver desde que se fue dando un portazo, hacía ya tres horas.

Golpeó la puerta con sus nudillos antes de entrar. Callum yacía en su cama, tapado hasta el cuello. La habitación estaba bastante caldeada por lo que se preguntó si no estaría real- mente enfermo.

―¿Te encuentras mejor? ―inquirió sin poder evitar sonro- jarse. La situación tan embarazosa por la que había pasado esa tarde no se le olvidaría nunca.

―¿Sí? ―dijo él y apartó la mirada de ella como si también se avergonzara de lo ocurrido.

Amanda se aproximó a la cama y no le pasó desaperci- bida la forma en la que él la analizó de arriba abajo. Esa era la primera vez que la veía bien vestida, con otra cosa que no fueran pijamas, el traje de caza o ropas de trabajo. Su elegante pantalón de talle alto le sentaba de maravilla y encerraban una camisa de satén burdeos que realzaba su escote, aquel que obsesionaba al muchacho. Puede que una retorcida parte de sí misma hubiera elegido aquella prenda apropósito.

Un bonito camafeo adornaba el centro de su cuello. También su pelo, normalmente hecho un desastre, rodeaba su rostro con preciosos bucles dorados, que le habían tomado casi una hora.

―¿Qué estás leyendo? ―preguntó al ver que sostenía un libro.

―Frankenstein ―respondió él, colocándolo bocabajo so- bre la cama en la página por la que iba―. ¡Es fascinante!

―Mary Shelley era brillante.

―¿Me pregunto cómo se le ocurriría escribir algo así?

―dijo Callum, contemplando el libro.

―Por lo visto estaban contando historias de miedo al fuego de la chimenea con su marido, el poeta Percy Byshe Shelley, y el propio Lord Byron.

―¿Tu maldito perro?

Lo miró con ojos entornados.

—Da igual, voy a imaginarme la escena así —decidió Callum.

Amanda rio, antes de proseguir.

—Se le ocurrió la idea entonces y todos la animaron a con- vertirla en una novela.

―Supongo que esos hombres que animan a mujeres a es- cribir novelas no eran muy represores ―declaró él con voz queda, bromeando.

Ella esbozó una sonrisa, captando el significado de sus pa- labras. Dijo:

―Mary no era una joven cualquiera. Era la hija de Mary Wollstonecraft, que es uno de los iconos de nuestra cultura, ya que fue de las primeras en hablar de los derechos de las mujeres. Su madre hizo mucho por que su hija tuviera una educación digna de cualquier hombre.

Callum sonrió como si estuviera perdido en sus propios pensamientos.

―¿Sabes? Me gusta este libro porque yo soy como la cria- tura. Me han lanzado al mundo sin comprenderlo bien y debo esconderme de los demás porque me temen, aún sin razón.

Amanda sonrió pensando que Callum tenía mucha razón. Su historia se parecía a la de la criatura creada y abandonada por Víctor Frankenstein.

―Esa es mi parte favorita del libro ―le informó―. Cuan- do la criatura huye al bosque repudiado por el ser humano y debe aprender solo sobre los sentimientos, el frío y el ham- bre; y se esconde cerca de la casa de aquella familia, y los observa, preguntándose cómo pueden ser infelices si tienen un hogar, alimento y la compañía de los unos a los otros. Te da qué pensar en que eso es todo lo que deberíamos necesitar para ser felices.

―Creo que sé lo que va a ocurrir a continuación ―señaló Callum. Sus nudillos estaban blancos allí donde apretaba el libro―. Creo que la criatura le va a pedir a Víctor que haga a una Amanda para él.

―¿Una Amanda? ―lo miró con extrañeza y una tímida sonrisa.

Callum sacudió la cabeza.

―Creo que toda criatura desamparada y repudiada por la sociedad debería tener una Amanda, como yo.

Una sonrisa estúpida invadió su rostro. Él se quedó mirán- dola fijamente; solía hacerlo cuando sonreía, pero esta vez sus ojos parecieron perderse en los de ella como un barco atrapa- do por las olas de una tormenta.

―Pero la criatura acaba matando despiadadamente como todos temen que haga ―dijo ella, tras pestañear.

―No puede ser, es tan bondadoso e inocente ―protestó―.

Dudo que mate a sangre fría.

―Supongo que en eso no se parece a ti, que eres tan travie- so y te gusta meterme en problemas ―se burló ella―. Pero lo hace. La criatura acaba matando a un niño inocente.

Callum dejó de mirarla para contemplar la chimenea apa- gada y llena de cenizas antiguas, que se encontraba delante de su cama.

―Crees que estoy condenado a convertirme en el mons- truo que la sociedad ve en mí ―afirmó con dureza.

―No, creo que Shelley quería proponer la cuestión de si el criminal nace o se hace al ser maltratado por la sociedad. Víctor abandona a la criatura cuando no tiene más que la men- talidad de un recién nacido que no sabe valerse por sí mismo. Cualquier ser humano al que se acerca se asusta o intenta ha- cerle daño. Es normal que acabe corrompiéndose.

―Amanda Fairfax, ¿estás diciendo que compartes opinión con Elizabeth Hale?

Amanda sonrió confusa. Ya no sabía qué pensar. Había sido criada por su madre en la creencia de que los hombres eran por naturaleza peligrosos y crueles. Pero, ¿y si Elizabeth Hale estuviera en lo cierto, sobre que educarlos en el respeto y el valor a las mujeres era todo lo necesario para que el pa- sado no se repitiera?

―Ahora que me has arruinado el final del libro, ¿puedo acompañarte al teatro? ―inquirió el muchacho.

―Tenemos un trato ―se limitó a contestarle, sonrojándose al recordar lo ocurrido.

―Ni siquiera te has desnudado ―lo oyó musitar, y sin atreverse a mirarlo se dirigió a la puerta.

—Buenas noches, Callum.

―Buenas noches, ama Amanda ―dijo a su espalda―. In- cluso, tu nombre dice ama.

«Toda criatura debería tener una Amanda», la frase del muchacho la llenó de un extraño placer. Sacudió la cabeza dándose cuenta de lo perdida que estaba.

Un Siervo para Amanda (El Ángel en la Casa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora