Capítulo 13. "Teorema de Pitágoras"

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A la entrada del pueblo, un hombre casi anciano portador de un abrigo negro y un gorro rojo sentado en una silla de ruedas siendo empujado por una mujer de piel y pelo oscuros.

- Antonio, te recuerdo que no puedes sentir emociones fuertes –dijo ella, avanzando a paso lento-

- Mis alumnos merecen una explicación –le respondió, con la voz ronca, por enésima vez, a lo que la cuidadora respondió con una mueca de rendimiento-.

Tras unos cuantos pasos, el jubilado quedó en tal posición que veía todo el caos. El edificio de su vida, hecho ruina. No llegó a tiempo.

- ¡Don Antonio!

Juan Carlos, en ese momento, estaba de espaldas a la demolición.

Al escuchar ese par de palabras, sus camaradas se giraron y, conmocionados, empezaron a dirigirse hacia el recién llegado.

Todos excepto Carlos, que se excusó de ver al profesor con el trabajo. En realidad, no soportaría tanto en tan poco tiempo.

El señor empezó a llorar.

Cuánto habían crecido. Pero qué reconocibles se le hacían.

- Don Antonio –repitió el actor, ya enfrente del aludido-.

- ¡Arces! –pronunció el apellido, lleno de orgullo- Chavales.

- Hola, profesor –sonrió Rafa, entristecido-, no tenía usted que haber venido.

- Lo sé, pero tenía que despedirme de las únicas personas que un día me quisieron.

Narra Juan Carlos Arces.

Al escuchar aquello me congelé. ¿Cómo despedirse?

Hacía un día soleado, brillante. Buscábamos un banco y, mientras tanto, recordé:

- El teorema de Pitágoras, el del cateto y el de la altura eran ¡clave!, Juan, ¡¿cómo se te ocurre decirme que no te los sabes?!

Su voz ronca, que se transformaba en el rugido de un león cundo enfurecía, queriendo lo mejor para mí y mi futuro.

De él aprendí a ser valiente, a dar la cara estuviese de acuerdo o no.

- En la vida les van a pasar muchas veces por encima. Y eso no se resuelve, queridos aprendices, con una ecuación de cuarto grado.

¿Y la razón que tenía?

Le temía. Mucho. Y Pablo, cuando, años después, ocupaba el miserable lugar de colegial, se burlaba, pues se convirtió en su estudiante estrella.

- ¿Y los García? –preguntó, después de echarnos una mirada por encima-

- Lara está llorando por don Pepe...

Pronto me llegaría el turno. Cuando me creyese todo.

- ... y Pablo está en Valencia, trabajando –le narró Rafa-.

- ¡Carajo, qué lejos se me ha ido el niño!

Silencio.

- No me puedo ir sin decirle dos cosas –se lamentó, débilmente-.

- Le llamamos y vemos si puede venirse a despedir de usted –cedió mi mejor amigo-.

- Pero ¿dónde se va, señor? –espeté, con una especie de inocencia en mi voz-

- Al otro mundo, chico –resolvió casi canturreando-.

- ¡Antonio! –regañó la muchacha-

- ¿Yo qué hago aquí, Encarna? Sin mi mujer, sin mis hijos.

- No puede irse porque sí, profesor –dijo Fabio, negando con la cabeza-. Mírese, está usted en la gloria, al solecito.

Edu me tocó el hombro, lo miré e hizo un ligero visaje para que nos apartásemos.

- ¿Ha venido para decirnos que se quiere morir? –inquirió con una incredulidad desbordante, mirando a un punto fijo en algún lugar de la plaza, que quedaba atrás de mí-

- Sí, y necesitamos a Pablito –dejé salir en un gimoteo-.

- Lo que le faltaba a Lara –aportó él, sin coherencia alguna, pasándose la mano por su melena castaña y seca, la cual pedía a gritos un corte-.

- Ya ves –resoplé y me aferré a su pecho-.

Finalmente, sentí sus manos en mis escápulas.


Las historietas de Benatae [EN PROCESO]Where stories live. Discover now