9 | Familia

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Maeve

Cuando reviso el móvil el domingo por la mañana, caigo en la cuenta que llevo seis días sin tener noticias de Mike. No me había percatado antes del efecto que sus mensajes estaban teniendo en mí; eran como tener un peso muerto en el estómago, un recordatorio diario de todo lo que había dejado atrás. Todavía no he conseguido dejar de pensar en lo que me dijo la última vez que hablamos, en lo brutalmente honesto que se mostró conmigo, pero al menos no tenerlo escribiéndome constantemente hace que me sienta más... ligera. Por eso, cuando salgo de mi habitación, estoy de muy buen humor.

El efecto se me pasa en cuanto pongo un pie en la cocina y veo que todo el mundo está esperándome allí.

—Buenos días —me saluda Connor con su característica sonrisa. He notado que le salen hoyuelos siempre que sonríe de verdad—. Hoy tenemos plan familiar.

Eso me deja un poco cortada. Abro la boca para decirles que no me importa esperar en mi cuarto hasta que vuelvan, pero Niko levanta la mano de golpe y exclama:

—¡Me pido estar en el equipo de Maeve!

Supongo que eso significa que, sea lo que sea lo que vayan a hacer, yo estoy incluida.

—Connor nos ha convencido a todos para ir a jugar al Pontball —me explica Hanna mientras yo cruzo la cocina para buscar algo que desayunar.

—Al Paintball, mamá —la corrige Sienna.

—Como sea. ¿Café? —me ofrece, y yo tengo que contener una mueca de disgusto. Una de las cosas que más me sorprendió durante los primeros días que pasé aquí fue la cantidad inhumana de café que bebe toda la familia en general. Eso fue antes de descubrir que el «café» de Finlandia no es café de verdad, claro. No sabe a nada, está aguado y no tiene apenas cafeína. Solo de pensar en beberme una taza de ese mejunje extraño me entran ganas de vomitar.

No voy a decirle eso a Hanna, por lo que me limito a forzar una sonrisa.

—Creo que prefiero zumo.

—Adelante. Sírvete. —Hace un gesto hacia el frigorífico—. Estás en tu casa.

La realidad es que no, no lo estoy, y por eso valoro tanto que diga cosas así. Mientras saco el zumo de la nevera, noto la mirada de Connor sobre mí. Me pone nerviosa, pero lo disimulo lo mejor que puedo. Cojo un vaso del armario y frunzo el ceño al ver que mis galletas no están en la repisa en la que las había dejado.

—Están buenas —comenta él, deslizando lo que queda del paquete por la encimera. Se ha comido más de la mitad, pero al menos me ha dejado algunas para desayunar.

Me sirvo el zumo, guardo el brick en el frigorífico y me apoyo en la encimera a su lado.

—... sigo sin estar de acuerdo con esto —está diciendo Sienna cuando vuelvo a prestar atención a la conversación—. No es justo que vayáis a jugar al Paintball justo cuando yo tengo que quedarme mirando en lugar de poder patearos a todos el trasero.

—Tranquila, cariño. Yo jugaré por ti —le contesta quien imagino que será su prometido, Albert. Es un chico joven, de unos treinta años, con gafas metálicas y el pelo de un tono de rubio un poco más oscuro que el de Sienna.

Ella resopla con amargura.

—Tú no eres tan bueno como yo.

—Eres un arma mortal para el ego de cualquier hombre.

Connor se echa a reír. De manera inconsciente, se mueve un poco hacia mí, y de pronto estamos tan cerca que nuestros brazos se tocan. No soy muy fan del contacto físico. De hecho, lo evito siempre que puedo porque me hace sentir incómoda. Pero hay algo reconfortante en notar la presencia de Connor a mi lado, en ese calor tan intenso que emite su cuerpo. No me molesta que él invada mi espacio personal. Así que no me aparto.

Todos los lugares que mantuvimos en secreto | 31/01 EN LIBRERÍAS Dove le storie prendono vita. Scoprilo ora