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Invierno de 1996

Daniela pulsó el mando a distancia de la puerta del garaje y aparcó el coche. Subió por la escalera interior y entró en su nuevo apartamento. Cerró la puerta, empujándola con un pie, dejó la cartera, se quitó el abrigo y se arrellanó en el sofá.

Una veintena de cajas esparcidas en medio del salón le recordó sus obligaciones. Se quitó el traje, se puso unos vaqueros, camiseta y comenzó a vaciar las cajas, colocando en las estanterías los libros que contenían. El parqué crujía bajo sus pies. Unas horas más tarde, cuando había acabado, dobló las cajas de cartón, pasó el aspirador y acabó de arreglar la cocina. Entonces contempló su nuevo nido. «Debo de estar volviéndome un poco maniática», se dijo mientras se dirigía al cuarto de baño.

Una vez allí, dudó entre darse una ducha o un baño. Al fin se decidió por el baño, abrió el grifo, conectó la pequeña radio que estaba sobre el radiador, junto a los armarios roperos de madera, se desnudó y se metió en la bañera exhalando un suspiro de alivio.

Mientras Peggy Lee cantaba Fever en el 101.3 de la FM, Daniela sumergió la cabeza varias veces en el agua. Primero le llamó la atención la calidad sonora de la canción que estaba escuchando, y después el sorprendente realismo de la estereofonía, sobre todo tratándose de un aparato que se suponía que era monofónico. De hecho, prestando mucha atención, parecía que el chasquido de dedos que acompañaba la melodía procediera del interior del armario. Intrigada, salió del agua y se acercó sigilosamente para oír mejor.

El sonido era cada vez más preciso. Vaciló, respiró hondo y abrió bruscamente las dos hojas. Con los ojos como platos, dio un paso atrás.

Escondida entre las perchas, había una mujer con los ojos cerrados, aparentemente cautivada por el ritmo de la canción, que hacía chascar los dedos al tiempo que tarareaba.

- ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? - preguntó Daniela.

La mujer abrió los ojos, sobresaltada.

- ¿Me ve?

- Pues claro que la veo.

Parecía absolutamente sorprendida por el hecho de que la viese. Daniela le aclaró que no estaba ni ciega ni sorda y volvió a preguntarle qué hacía allí. Por toda respuesta, ella dijo que aquello le parecía fantástico. Daniela no veía nada «fantástico» en aquella situación y, en un tono más irritado, le preguntó por tercera vez qué estaba haciendo en su armario a aquellas horas de la noche.

- Creo que no se da cuenta - dijo la mujer -. ¡Tóqueme un brazo!

Daniela se quedó desconcertada. La mujer insistió.

- Tóqueme el brazo, por favor.

- No, no pienso tocarle el brazo. ¿Qué está ocurriendo aquí?

La mujer asió a Daniela de la muñeca y le preguntó si la sentía cuando la tocaba. Ella, exasperada, le confirmó con firmeza que la había sentido cuando la había tocado, y que también la veía y la oía perfectamente. Después le preguntó por cuarta vez quién era y qué hacía en su armario. Ella eludió Totalmente la pregunta y repitió, muy contenta, que era «fabuloso» que la viera, la oyera y pudiera tocarla.

Daniela, que había tenido un día agotador, no estaba de humor para tonterías.

- ¡Ya está bien, señorita! ¿Se trata de una broma de mi socio? ¿Quién es usted? ¿Una call-girl de regalo de inauguración de piso?

- ¿Siempre es usted tan grosera? ¿Acaso tengo pinta de puta?

Daniela suspiró.

- No, no tiene aspecto de puta, pero está escondida en mi ropero casi a las doce de la noche.

Ojalá fuera cierto Where stories live. Discover now