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Poco a poco, la casa recobraba vida. Como esos niños que colorean dibujos procurando no salirse de los límites marcados, Daniela y María José entraban en las habitaciones, abrían las ventanas, retiraban las sábanas que cubrían los muebles, desempolvaban, sacudían y abrían los armarios, Y, poco a poco, los recuerdos de la casa se transformaban en instantes presentes. La vida volvía a imponerse.

Aquel jueves, el cielo estaba encapotado y parecía como si el mar quisiera romper las rocas que le cerraban el paso en la parte inferior del jardín.

Al final del día, María José  se instaló en la galería y contempló el espectáculo. El agua se había tornado gris; arrastraba amasijos de algas con ramas de espinos. El cielo se había teñido de malva y luego de negro. Estaba contenta, le gustaba cuando la naturaleza decidía enfurecerse.

Daniela había acabado de ordenar el saloncito, la biblioteca y el despacho de su madre. Al día siguiente pasarían al piso superior, con sus tres dormitorios.

Se sentó sobre los cojines que cubrían el borde del ventanal y miró a María José.

—¿Sabes que es la novena vez que te cambias de ropa desde la hora de comer?

—Sí. La culpa la tiene esa revista que compraste. No consigo decidirme, es todo precioso.

—Tu manera de comprar sería la envidia de todas las mujeres de la tierra.

—Pues espera, que no has visto el cuadernillo central.

—¿Qué dice el cuadernillo central?

—No dice nada, está dedicado a la ropa interior femenina.

Daniela presenció el desfile de modelos más sensual que haya visto una persona. Más tarde, envueltas en la ternura de un amor satisfecho, el cuerpo y el alma sosegadas, permanecieron acurrucadas en la oscuridad mirando el mar. Finalmente se durmieron, acunadas por el ruido de las olas.

Pilguez había llegado al anochecer. Se dirigió al Carmel Valley Inn.

La recepcionista le dio las llaves de una gran habitación con vistas al mar. Estaba en un bungaló, en la parte alta del parque que domina la bahía, y tuvo que tomar el coche para ir hasta allí. Acababa de empezar a deshacer la bolsa de viaje cuando los primeros relámpagos rasgaron el cielo; tomó conciencia d que vivía a tres horas y media de camino y nunca había ido a ver aquello. En ese preciso instante sintió deseos de llamar a Nathalia para compartir aquel momento, para no vivirlo solo.

Descolgó el teléfono, respiró hondo y volvió a colgar sin haber marcado el número.

Pidió algo de comer, se instaló delante de la tele y lo asaltó el sueño mucho antes de las diez.

A primera hora de la mañana, el sol brillaba tanto a despertar que las nubes habían huido aterrorizadas, sin rechistar. Un alba húmeda nacía alrededor de la casa. Daniela se despertó tumbada en la galería. María José dormía profundamente. Dormir era nuevo para ella. Durante meses no había podido hacerlo, por lo que los días le resultaban terriblemente largos. En la parte alta del jardín escondido tras el desnivel de la entrada, George espiaba con unos binoculares de largo alcance que había recibido como regalo por sus veinte años de servicio. Hacia las once, vio que Daniela cruzaba el jardín en dirección hacia donde él estaba. La sospechosa giró a la derecha de la rosaleda y abrió la puerta del garaje.

Al entrar, Daniela se encontró delante de una funda cubierta de polvo. La levantó, dejando al descubierto las formas de un viejo Ford de 1961 con aspecto de vehículo de colección. Daniela sonrió pensando en las manías de Antoine. Dio la vuelta al coche y abrió la portezuela trasera izquierda.

Ojalá fuera cierto Where stories live. Discover now