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El inspector Pilguez se presentó en el hospital a las once. La enfermera jefe de guardia había llamado a la comisaría nada más empezar su turno, a las seis de la mañana. Una paciente en coma había desaparecido del hospital; se trataba de un secuestro.

Pilguez había encontrado la nota sobre su mesa al llegar y se había encogido de hombros, preguntándose por qué siempre le tocaban a él esa clase de asuntos. Había despotricado ante Nathalia, la encargada de repartir los casos en la Central.

—Oye, guapa, ¿te he hecho yo algo para que me asignes semejantes casos un lunes por la mañana?

—Habrías podido afeitarte mejor para empezar la semana —había contestado ella con una amplia sonrisa culpable.

—Una respuesta interesante. ¡Espero que le tengas cariño a tu silla giratoria, porque presiento que va a pasar mucho tiempo antes de que la dejes!

—¡Eres un monumento a la amabilidad, George!

—¡Sí, exacto, y eso me da derecho a elegir los palomos se me van a cagar encima!

Y había dado media vuelta. Empezaba una mala semana; aunque, para ser exactos, empalmaba con otra mala semana que había acabado dos días antes.

Para Pilguez, una buena semana estaría compuesta de días en los que sólo llamaran a los polis para resolver problemas de vecindad o de respeto al Código Civil.

La existencia de la Brigada Criminal era la un despropósito, pues significaba que en aquella ciudad había bastantes perturbados para matar, violar, robar y, ahora, secuestrar a personas en coma que estaban en el hospital. A veces pensaba que después de treinta años de profesión debería haberlo visto todo, pero cada semana ampliaba los límites de la demencia humana.

—¡Nathalia! —gritó desde su despacho.

—¿Sí, George? —dijo la encargada del reparto—. ¿No ha ido bien el fin de semana?

—¿Podrías bajar a buscarme unas donuts?

Ella, con los ojos clavados en la barandilla de la comisaría mientras mordisqueaba el bolígrafo, hizo un gesto negativo con la cabeza.

—¡Nathalia! —volvió a gritar el inspector.

Ella estaba copiando las referencias de los informes de la noche en el espacio reservado a tal efecto. En parte porque las casillas eran demasiado pequeñas y en parte porque el jefe del distrito séptimo, su superior, como ella lo llamaba irónicamente, era un maniático, se esforzaba en hacer una letra minúscula para no salirse de los recuadros.

—Sí, George, dime que te jubilas esta noche —contestó sin levantar siquiera la cabeza.

Pilguez se levantó de un salto y se plantó delante de ella.

—¡Eso es una crueldad!

—¿Por qué no te compras algo con lo que desahogarte?

—Porque para desahogarme te tengo a ti. Eso justifica el cincuenta por ciento de tu sueldo.

—Oye, las donuts esas te los voy a poner de sombrero. Venga, no seas ganso.

—¿Ganso yo?

—Sí, tú. Eres un ganso horrible que ni siquiera sabe volar, andas como un ganso. Venga, vete a trabajar y déjame en paz.

—Eres preciosa, Nathalia.

—Claro, claro…, y tu belleza es comparable a tu simpatía.

—Venga, ponte la rebeca de tu abuela que voy a llevarte a tomar un café.

Ojalá fuera cierto Donde viven las historias. Descúbrelo ahora