~10~

288 24 0
                                    

Daniela había estudiado arquitectura en la universidad de San Francisco. A los veinticinco años había vendido el pequeño apartamento que había heredado de su madre y se había marchado a Europa, a París, para realizar dos cursos en la escuela Camando. Se había instalado en un pequeño estudio de la calle Mazarine y había vivido dos años apasionantes. Después había hecho un curso de un año en Florencia antes de regresar a su California natal.

Cargada de diplomas, entró en el estudio de Miller, arquitecto diseñador muy famoso en la ciudad, donde realizó los dos años de prácticas mientras trabajaba a tiempo parcial en el Museo de Arte moderno. Allí fue donde conoció a Paul, su futuro socio, con el que dos años más tarde montó un estudio de arquitectura. Gracias al desarrollo económico de la región, el estudio fue adquiriendo poco a poco notoriedad y llegó a emplear a cerca de veinte personas. Paul hacía «negocios» y Daniela dibujaba: muebles, inmuebles, casas y objetos. Jamás hubo ninguna sombra entre esos dos amigos a los que nada ni nadie mantenía alejados uno de otro más de unas horas.

Tenían muchos puntos en común que los unían. Un sentido de la amistad similar, el placer de vivir y una infancia cargada de emociones comparables. Las carencias también eran idénticas.

Al igual que Paul, Daniela había sido criada por su madre. El padre de Paul había abandonado a su familia cuando el niño tenía cinco años y no había vuelto a aparecer; Daniela tenía tres años cuando su padre se marchó a Europa. «Su avión subió tan arriba que se quedó enganchado en las estrellas.»

Los dos habían crecido en el campo. Los dos habían estado internos. Se habían hecho adultos solos.

María Fernanda había esperado mucho tiempo y finalmente le había dicho adiós a su marido, al menos aparentemente. Los diez primeros años de su vida, Daniela los había pasado fuera de la ciudad, a orillas del mar, cerca del delicioso pueblo de Carmel, donde Mafe—así era como ella llamaba a su madre— tenía una gran casa. Estaba construida en madera blanca y rodeada de un vasto jardín que descendía hasta la playa. Antoine, un viejo amigo de Mafe, vivía en un pequeño anexo de la propiedad. Se trataba de un artista que había ido a parar allí y a quien Mafe había acogido, o «recogido», como decían los vecinos.

Mantenía con ella el jardín, las cercas y las fachadas de madera, que pintaban casi todos los años, así como largas conversaciones por la noche. Amigo y cómplice, para Daniela era la presencia masculina que había desaparecido unos años antes de su vida. Daniela empezó a ir al colegio municipal de Monterrey.

Por la mañana la llevaba Antoine, y por la tarde, hacia las cuatro, iba a buscarla su madre. Aquellos años de su vida fueron preciosos. Su madre era además su mejor amiga. Mafe le enseñó todo lo que un corazón puede amar. A veces la despertaba temprano, simplemente para enseñarle a contemplar la salida del sol, a escuchar los ruidos del día que nace. Le enseñó a distinguir los perfumes de las flores. Por el simple borde de una hoja le hacía reconocer el árbol al que pertenecía. La llevaba al gran jardín que rodeaba la casa de Carmel y que descendía hasta el mar, para descubrir todos los detalles de una naturaleza que ella «civilizaba» en algunas zonas, mientras que otras las dejaba deliberadamente silvestres. En las dos estaciones marcadas por el verde y el ámbar, le hacía recitar el nombre de los pájaros que hacían un alto en las copas de las secuoyas en un paréntesis de su largo viaje.

En el huerto que Antoine cultivaba con veneración, le hacía recolectar las verduras que crecían como por arte de magia, «sólo las que estaban a punto». A orillas del mar, le hacía contar las olas que algunos  días iban a acariciar las rocas, como para tratar de que se les perdonara su violencia de otras estaciones, «para captar la respiración del mar, su tensión, su estado de ánimo». «El mar sostiene la mirada; la tierra, nuestros pies», decía. Por la intensidad del vínculo que une las nubes a los vientos, le enseñaba cómo adivinar el tiempo que haría sin lugar a dudas, y raras eran las veces que se equivocaba.

Ojalá fuera cierto Donde viven las historias. Descúbrelo ahora