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El restaurante para turistas se encontraba en lo alto del acantilado, justo delante del Pacífico. El comedor estaba casi lleno, y encima de la barra había dos televisores para que los comensales pudieran seguir viendo los partidos de béisbol. Las apuestas iban que volaban. Ellas estaban sentadas en una de las mesas situadas detrás del ventanal. Daniela se disponía a pedir un cabernet-sauvignon cuando notó que María José la acariciaba con el pie desnudo, al tiempo que le dedicaba una sonrisa de victoria y una mirada maliciosa. Respuesta del estremecimiento y respondiendo a la provocación, Daniela la asió del tobillo y subió la mano por la pierna.

— ¡Yo también la siento!

— Quería estar segura.

— Pues puede estarlo.

La camarera que estaba tomándole nota, le preguntó haciendo una mueca de perplejidad:

— ¿Qué es lo que siente?

— Nada, no siento nada.

— Acaba de decir «yo también la siento».

— ¡Está tirado! Puedo conseguir que me encierren simplemente haciendo lo que hago — dijo Daniela.

Dirigiéndose a María José, que exhibía una sonrisa radiante.

— Probablemente es lo mejor que podría hacer —repuso la camarera, encogiéndose de hombros y girando sobre sus talones.

— ¿Le importa tomarme nota? — dijo Daniela.

— Ahora le mando a Bob, para comprobar si también lo siente.

Al cabo de unos minutos se acercó Bob, casi más femenino que su compañera. Daniela pidió dos huevos revueltos con salmón y un zumo de tomate sazonado. Esta vez esperó a que el camarero se alejase para preguntarle a María José sobre su soledad en los últimos seis meses.

Bob, de pie en medio de la sala, la miraba hablar sola con cara de consternación. Al poco de iniciada la conversación, María José interrumpió a Daniela a media frase y le preguntó si tenía un teléfono móvil. Daniela, sin comprender la relación, asintió con la cabeza.

— Tome el aparato y haga como que está hablando con alguien; si no, van a encerrarla de verdad.

Daniela se volvió y pudo comprobar que varios clientes la estaban observando, algunos casi molestos por la presencia de aquella mujer que le hablaba al vacío. Sacó el móvil, simuló que marcaba un número y pronunció un «¡Oiga!» en voz alta. La gente siguió mirándola unos segundos y, al ver que la situación adquiría un aire de normalidad, se puso a comer de nuevo sin prestarle atención. Daniela volvió a hacerle la pregunta a María José con el teléfono al oído. Los primeros días su transparencia le había resultado algo divertido. Le describió la sensación de libertad absoluta que había experimentado al principio de la aventura. Ya no tenía que pensar en cómo vestirse y peinarse, en si tenía buena o mala cara, en su figura..., nadie la miraba. Ya no tenía ni obligaciones ni jefes, no necesitaba hacer cola, pasaba delante de todo el mundo sin molestar a nadie, nadie la juzgaba por su comportamiento. Ya no hacía falta que fingiera discreción, podía escuchar las conversaciones de unos y otros, ver lo invisible, oír lo inaudible, estar donde no tenía derecho a estar..., nadie la oía.

— Podía aparecer en el despacho oval y escuchar todos los secretos de Estado, sentarme sobre las rodillas de Richard Gere o ducharme con Tom Cruise.

Todo o casi todo era posible para ella: visitar los museos cuando están cerrados, entrar en los cines sin pagar, dormir en palacios, subir a un avión de caza, asistir a las intervenciones quirúrgicas más complicadas, visitar en secreto los laboratorios de investigación, caminar sobre los pilares del Golden Gate. Daniela, con la oreja pegada al móvil, sintió curiosidad por saber si había intentado realizar alguna de esas experiencias.

Ojalá fuera cierto Donde viven las historias. Descúbrelo ahora