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Daniela se pasó casi tres semanas yendo a la biblioteca municipal, un imponente edificio de estilo neoclásico, construido a principios del siglo XX, en cuyas decenas de salas de bóvedas majestuosas, reina una atmósfera muy distinta de la de muchos otros sitios similares. En las reservadas a los archivos de la ciudad, es frecuente ver a miembros de la alta sociedad de San Francisco codeándose con antiguos hippies artríticos, contándose unos a otros anécdotas e historias de la ciudad desde puntos de vista coincidentes y divergentes. En la número 27 —la que alberga las obras de medicina—, fila 48 —la correspondiente a las obras de neurología—, devoró en unos días miles de páginas sobre el coma, la inconsciencia y la traumatología craneal.

Pero aunque sus lecturas la lustraban sobre la condición de María José, ninguna la acercaba a una solución del problema que se le planteaba.

Cada vez que cerraba un libro, esperaba encontrar una idea en el siguiente. Acudía todas las mañana a primera hora, tomaba asiento junto a montones de manuales y se concentraba en sus «deberes». A veces se levantaba para acercarse a una consola informática y enviar mensajes repletos de preguntas a eminentes profesores de medicina. Algunos le contestaban, en ocasiones intrigados por la finalidad de sus investigaciones. Después volvía a su sitio y reanudaba el curso de sus lecturas.

Hacía un descanso para comer en la cafetería, adonde se llevaba revistas que trataban de los mismos temas, y acababa sus jornadas de estudio hacia las diez, la hora de cierre de la biblioteca.

Por la noche se encontraba con María José y, mientras cenaban, la ponía al corriente de sus investigaciones del día. Entonces se enzarzaban en auténticas discusiones, en las que ella acababa olvidando que Daniela no era  estudiante de medicina. La confundía por la rapidez con la que había memorizado la terminología médica, A menudo se sucedían argumentos y réplicas hasta la madrugada y hasta el agotamiento. Por la mañana temprano, mientras desayunaba, Daniela lee exponía el camino que seguiría durante su jornada de trabajo. Se negaba a que la acompañara, alegando que su presencia le impediría concentrarse.

Aunque Daniela no se desanimaba nunca delante de ella, y aunque sus palabras estaban siempre llenas de optimismo, cada silencio les hacía tomar conciencia de que no llegaban a ninguna parte.

El viernes que ponía fin a su tercera semana de estudio, se marchó de la biblioteca más pronto. En el coche puso al máximo el volumen de la radio mientras sonaba un tema de Barry White. Una sonrisa se dibujó en sus labios; giró bruscamente en California Street y se detuvo para hacer unas compras. No había descubierto nada de particular, pero de pronto le entraron ganas de preparar una cena especial.

Estaba decidida a poner la mesa sin descuidar ni un solo detalle, a iluminarla con velas y a inundar el apartamento de música. Invitaría a María José a bailar y proscribiría toda conversación médica. Mientras una espléndida luz crepuscular iluminaba la bahía, aparcó ante la puerta de la pequeña casa victoriana de Green Street. Subió la escalera acompasadamente, hizo algunas acrobacias para introducir la llave en la cerradura y entró cargada de paquetes. Empujó la puerta con un pie y dejó todas las bolsas sobre el mostrador de la cocina.

María José estaba sentada en el alféizar de la ventana, contemplando la vista, y ni siquiera se volvió.
La llamó en un tono más bien irónico, pero era evidente que estaba de mal humor y desapareció de golpe. Desde el dormitorio, Daniela la oyó mascullar:

—¡Y ni siquiera puedo dar un portazo!

—¿Tienes algún problema? —preguntó.

—¡Déjame en paz!

Daniela se quitó el abrigo y se dirigió apresuradamente hacia ella. Cuando abrió la puerta, la vio de pie, pegada al cristal, con la cabeza entre las manos.

Ojalá fuera cierto Kde žijí příběhy. Začni objevovat