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El coche recorría los últimos minutos de aquella larga noche; los faros iluminaban las franjas naranja y blanco que alternaban entre cada curva trazada al borde de los acantilados y cada línea recta enmarcada por un pantano y una playa desierta. María José se había adormilado; Paul conducía en silencio, concentrado en la carretera y sumido en sus pensamientos. Daniela aprovechó ese momento para sacar discretamente del bolsillo la carta que había guardado allí cuando tomó el manojo de largas y grandes llaves del secreter de su casa.

Cuando abrió el sobre, un olor cargado de recuerdos salió de su interior, mezcla de dos esencias que su madre preparaba en una gran botella de cristal amarillo con el tapón de plata mate. El aroma escapado de su envoltorio liberó el recuerdo que Daniela tenía de ella. Sacó la carta del sobre y la desdobló con cuidado.

Querida Dani:

Si lees esta carta es porque al final te has decidido a emprender el camino hacia Carmel. Me encantaría saber qué edad tienes ahora.

Tienes en las manos las llaves de la casa donde pasamos juntas unos años preciosos. Sabía que no volverías enseguida, que esperarías hasta sentirte preparada para despertarla.

Querida Dani, dentro de nada cruzarás esa puerta cuyo ruido me es muy familiar. Recorrerás las habitaciones impregnadas de cierta nostalgia. Abrirás poco a poco los postigos para dejar entrar la luz del sol, que tanto voy a echar de menos. Volverás a la rosaleda y poco a poco te irás acercando a las rosas. Durante todo este tiempo, forzosamente se habrán vuelto salvajes. También entrarás en mi despacho y te instalarás en él. En el armario encontrarás una pequeña maleta negra; ábrela si tienes ganas y fuerzas. Contiene cuadernos llenos de páginas que te escribí todos los días a lo largo de tu infancia.

Tienes la vida ante ti; tú eres la única dueña. Sé digna «de todo lo que yo he amado».

Te quiero desde allí arriba y velo por ti.

Tu madre, Mafe.

Cuando llegaron a la bahía de Monterrey despuntaba el día. El cielo estaba cubierto de una seda rosa claro, trenzada en largas cintas ondulantes que en algunos puntos parecían unirse con el mar en el horizonte. Daniela indicó el camino. Habían pasado años. Ella nunca había recorrido aquella carretera sentada delante, pero cada kilómetro le resultaba familiar, cada cercado y cada puerta que dejaban atrás surgían de su memoria infantil. Hizo una señal con la mano cuando hubo que dejar la carretera principal. Después de la siguiente curva, se vislumbrarían los límites de la finca. Paul siguió sus indicaciones; llegaron a un camino de tierra azotada por las lluvias invernales y secada por los calores del estío. Al doblar una curva, la puerta de hierro forjado verde se alzó ante ellos.

—Ya hemos llegado —dijo Daniela.

—¿Tienes las llaves?

—Sí, voy a abrir. —Bajó del coche—. Tú ve hasta la casa y espérame allí; yo iré a pie.

—¿Va contigo ella o se queda en el coche?

Daniela se inclinó hasta la altura de la ventanilla y le dijo a su amigo:

—Pregúntaselo tú directamente.

—No, prefiero no hacerlo.

—Te dejo sola. Creo que de momento es mejor así —intervino María José, dirigiéndose a Daniela.

—¡Vaya suerte! ¡Se queda contigo! —le dijo Daniela a Paul, sonriendo.

El coche se alejó, levantando a su paso una nube de polvo. Al quedarse sola, Daniela contempló el paisaje que la rodeaba. Anchas franjas de tierra ocre, con algunos pinos piñoneros y albares, secuoyas, granados y algarrobos, parecían extenderse hasta el mar. El suelo estaba sembrado de agujas enrojecidas por el sol. Tomó la pequeña escalera de piedra que bordeaba el camino. Hacia la mitad del recorrido, vislumbró los restos de la rosaleda a su derecha. El jardín estaba abandonado; una multitud de perfumes entremezclados provocaban a cada paso una danza incontrolable de recuerdos olfativos.

Ojalá fuera cierto Where stories live. Discover now