—No puedes dejarme aquí — Lucerys negó con la cabeza, interponiéndose entre Aemond y la puerta. El alfa lo miró y soltó un suspiro exasperado —. No soy una carga que llevas arrastrando desde Desembarco del Rey para simplemente abandonarme aquí a mi suerte.
—No lo eres — replicó el alfa —. Eres mi esposo y es mi deber protegerte, Lucerys. Dorne es el lugar más seguro para ti. Te enviaré a Campoestrella donde estarás seguro bajo el resguardo de los Dayne… — notó de inmediato cómo la expresión de Lucerys se llenó de indignación y tuvo que retroceder cuando el castaño casi arremete en su contra. Aemond lo tomó por las muñecas para evitar que le diera un golpe —. Escúchame, Lucerys…
— ¡No! No pienso escucharte, mentiroso — exclamó — ¿Eran estas tus verdaderas intenciones? ¿Para esto me convenciste de tu estúpido viaje? Debí haberlo adivinado… Seguramente entre tú y la arpía de tu madre lo idearon para deshacerse de mí… — forcejeó un poco más y sentía dolor por la fricción de las pulseras en sus muñecas que los dedos de Aemond apretaban con fuerza —. Después de todo lo que he hecho por ti… Lo mejor que se te ocurre es inventarte una guerra y abandonarme en un castillo lejano.
Lucerys sentía ardor en el pecho y no sabía a qué atribuirlo. Era la primera vez que alguien conseguía sorprenderlo así en su propio juego y no había creído a Aemond capaz de tal estrategia. Pensó que tal vez era una artimaña orquestrada por todos los que se oponían a verlo en el trono, empezando por la hipócrita que tenía por suegra que seguramente le había susurrado al oído a Aemond toda clase de infamias… El omega había pensado que tenía a su esposo domado y controlado a través del único método que Alicent no tenía pero…
— Era inevitable esta guerra, Lucerys — Aemond insistió —. Este viaje no tenía nada que ver con eso. He intentado por todos los medios sacarle la vuelta pero ahora es imposible. Tu abuelo, tu hermano, Daemon… Todos estamos involucrados, tengo que ir — explicó, buscando la mirada de su esposo aunque no pudo encontrar otra cosa más que ira y traición en sus ojos.
— No puedes irte, no puedes dejarme — repitió el castaño —. ¿Qué haré si mueres? Nadie vendrá por mí, te lo aseguro, y me niego a quedarme varado lejos del lugar que me corresponde…
—No voy a morir — Aemond curvó las cejas un poco y el agarre en las muñecas de Lucerys se aflojó un poco. No pensó que eso pudiera preocuparle al omega. En todos esos días que pasaron juntos había abandonado la idea de despertar algún tipo de sentimiento en su corazón. Le apenaba al alfa reconocer que, si bien sabía que Lucerys ocultaba una personalidad deleznable bajo su bellísimo rostro, en su alma y su corazón se habían instalado pensamientos y sensaciones que solo podía atribuir al cariño. Se sabía inexperto en el tema y aún así no podía negar que recorrer su cuerpo, besar su piel y escuchar sus gemidos habían sido los precursores para caer ante los encantos de Lucerys.
Se había dado cuenta de que ya no era solo el deseo carnal lo que erizaba su piel sino también escuchar la voz de su esposo, verlo cepillar su cabello, leer un libro o beber vino. Su corazón se aceleraba cuando lo rozaba, cuando le sonreía y no podía ser otra cosa más que amor lo que sentía cuando despertaba antes que el omega y podía contemplar su rostro durmiente y apreciar la dulzura que creía que podía hacer relucir…
Pero no había sido suficiente.
Sus caricias, su estrategia.
No había bastado para Lucerys.
—No vayas — volvió a suplicar el omega, esta vez dejando de lado la agresividad. Aemond lo soltó y desvió la mirada para no tener que ver sus ojos llenarse de lágrimas. Lucerys lo conocía demasiado bien. Sabía cómo hacerlo ceder —. Por favor, no vayas, Aemond. No me dejes. Sé que no quieres dejarme, no aquí… — esta vez el castaño tomó una mano pálida de su esposo y la llevó a su pecho. El alfa se agitó pero no se retiró —. Espera conmigo. Finge que ese mensaje no ha llegado. Lo quemaremos juntos. Deja que ellos peleen — la voz del omega era suplicante y dulce. Casi como una caricia. Se escuchaba casi como si de verdad no quisiera ser abandonado por su esposo.
Aemond finalmente se rindió y su corazón se hundió en su pecho al ver la expresión de Lucerys. Era como si le estuviera rompiendo el corazón en miles de pedazos. Se sintió como un tirano… ¿Cómo podría dejarlo? Lucerys se acercó un poco más y tomó el rostro de su esposo entre sus manos —. Quédate conmigo — murmuró, terminando con la distancia cada vez más —. Sabes que quieres quedarte conmigo, mi dragón — dijo antes de posar sus labios suaves sobre los del alfa, que pudo probar los restos del melocotón que había dejado sin terminar.
Lucerys no perdió el tiempo en absoluto. Sintió alivio al ver a Aemond ceder y besarlo de regreso. Las manos grandes del alfa empezaron a desnudarlo y el castaño dejó que las telas suaves abandonaran su piel por fin.
Había sido un largo periodo de abstinencia y el fuego en su interior necesitaba ser alimentado y Lucerys prefería, por conveniencia, que fuese Aemond quien cediera de una vez por todas en lugar de meterse a la cama con otro.
Una vez desnudo, tomó la mano de Aemond para llevarlo a la cama de sus aposentos y empujarlo sobre el colchón mullido para poder subirse sobre él, sentándose a horcajadas sobre su cadera, donde podía sentir ya el efecto de su beso y su cuerpo.
Aemond tenía las mejillas rojas y sentía que el corazón se le podía salir del pecho. Nunca podría acostumbrarse a la visión de Lucerys desnudo. Era demasiado irreal, demasiado perfecto…
Recorrió con los dedos su pezones rosas, pequeños y suaves, que rogaban por la atención de su lengua y sus labios. Las caricias bajaron por su pecho y su vientre y finalmente su vista se detuvo en la entrepierna de su esposo. Notó que no estaba del todo excitado, así que decidió entonces tomar su cintura y girarse para ser él quien estuviera aprisionando a Lucerys contra la cama.
Empezó a besar justamente el punto central de su pecho, llenando sus pulmones con el aroma a magnolias y sal de mar que lo había llevado a romper sus juramentos más sagrados.
Se sentía como sumergido en un pozo de agua espesa y tibia que le permitía respirar pero que embotaba sus sentidos. Solo había espacio para Lucerys en su cuerpo, en su alma y en su mente.
Sus labios delgados bajaron hasta llegar al pubis liso de su esposo en una señal que el castaño ya entendía de sobra, así que no tardó en separar las piernas y dejarse hacer.
Aemond tensó la espalda al sentir los dedos delgados del omega enredarse entre las hebras platinadas de su cabello y su boca se llenó de saliva al escucharlo gemir su nombre. Se preguntó por un segundo si se encontraba bajo los efectos de algún hechizo pero la idea no le parecía desagradable en el momento.
Las palabras de Lucerys hacían sentido.
Podía quedarse. Podía fingir demencia, hacer oídos sordos a la petición de su familia.
Empezó a besar el interior de los muslos de Lucerys y después pasó la lengua por su coño húmedo y dulce, sintiendo el calor entre sus pliegues. Se había hecho adicto desde el primer momento y no creía que pudiera existir un manjar más delicioso.
—Aemond — suspiró Lucerys, llamando la atención de su amante —. Ya no me des solo esto — pidió —. Quédate… Podemos regresar juntos a Desembarco del Rey con el heredero en mi vientre — el alfa dudó pero Lucerys insistió —. No dejarán que te vayas si saben que llevo a tu hijo en mi vientre. Poniente no tiene un rey todavía y yo te lo daré… Nadie pensará mal de un padre que se queda por su hijo…
— ¿Tú lo deseas? — preguntó entonces Aemond, acercándose para poder mirar a Lucerys a los ojos —. Dime, Lucerys. Dime si deseas lo que me has dicho.
— Claro que lo deseo, tú y yo queremos… — el alfa negó y su mirada se tornó más severa. Más seria. Lucerys contuvo el aliento unos segundos.
— A mí no me importa ya el trono — dijo por fin —. No lo quiero si eso significa perderte. He visto lo que has pasado tratando de darme un heredero y no es un precio que esté dispuesto a pagar — Aemond sentía la vergüenza quemarle las mejillas pero no pensaba callarse más. No cuando había tanto en juego, cuando la posibilidad de perder a su omega era tan grande —. Por eso… Dime, Lucerys. ¿Lo deseas de verdad?
El omega se quedó callado. No esperaba que Aemond fuera a decir tal cosa. Sabía de sobra que lo tenía encoñado pero nunca se imaginó que otros sentimientos anidaran en el corazón de su marido y la idea le provocó una sensación rara en el cuerpo.
Era como cuando el estómago se le revolvía aunque no eran náuseas aquello que lo aquejaba. No sabía qué nombre ponerle, no sabía cómo describirlo… Simplemente era como si algo se apoderara de su cuerpo y lo dominara, incapaz de alejar su mirada del iris violeta de Aemond.
Por un instante pensó que estaba bien. Dejar el trono atrás. Renunciar a sus ambiciones, a todo lo que había aprendido bajo la tutela de su abuelo. Hacerse a un lado para que Jacaerys tomara la corona, se hiciera rey y así tener la libertad para quedarse enredado entre sábanas de seda con Aemond.
En ese breve instante las palabras salieron de los labios de Lucerys como un suspiro:
— Sí. Lo deseo.
Aemond besó sus labios una vez más antes de desnudarse por su cuenta y tomar el cuerpo de su amado, eufórico.
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𝗧𝗲𝗻𝘁𝗮𝗰𝗶𝗼𝗻 • 𝗟𝗨𝗖𝗘𝗠𝗢𝗡𝗗 • [TERMINADA]
FanfictionAlicent estaba plenamente consciente de la manera en la que el bastardo de Rhaenyra miraba a su hijo. Podía reconocer la lujuria en su mirada y rogó a los dioses que no permitieran que Lucerys Velaryon enterrase las garras en Aemond. Sabía que iba a...
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