Chapter XLII.

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Capítulo 28.

"Cuando el gigante azul se enfada"

Percy se sintió ingrávido. Se le nubló la vista. Unas garras le cogieron los brazos y lo levantaron en el aire.

Debajo, las ruedas del tren chirriaron y el metal hizo un ruido estruendoso. El cristal se hizo añicos. Los pasajeros gritaron. Cuando se le aclaró la vista, vio a la bestia que lo estaba llevando hacia arriba. Tenía el cuerpo de una pantera —lustroso, negro y felino—, con las alas y la cabeza de un águila. Sus ojos emitían un brillo rojo sangre.

Percy se retorció. Las garras delanteras del monstruo le rodeaban los brazos como unos brazaletes de acero. No podía liberarse ni alcanzar su espada. Se elevaba más y más en el frío viento. No tenía ni idea de adónde lo llevaba el monstruo, pero estaba seguro de que el lugar no le gustaría cuando llegara. Gritó, sobre todo de frustración. Entonces algo le pasó silbando cerca del oído. Una flecha, brillante y dorada, atravesó el pescuezo del monstruo. La criatura chilló y lo soltó. Percy se cayó y chocó con suavidad contra unas ramas de árbol hasta que se estrelló contra un ventisquero. Lanzó un gemido, contemplando el enorme pino que acababa de hacer trizas. Consiguió ponerse en pie. No parecía que tuviera nada roto. Pudo haber sido una caída bastante peor.

Frank y Katherine estaban a su izquierda, disparando a las criaturas lo más rápido que podían. Hazel estaba a su espalda, blandiendo su espada contra cualquier monstruo que se acercara, pero había demasiados arremolinándose alrededor de ellos, al menos una docena. Percy sacó a Contracorriente. Cortó el ala de un monstruo y lo mandó girando en espiral contra un árbol, ya continuación partió a otro que se deshizo en polvo. Pero los vencidos se recompusieron enseguida.

—¡¿Qué son esas cosas?! —gritó.

—¡Grifos! —dijo Hazel—. ¡Tenemos que impedir que se acerquen al tren!

Percy vio a lo que se refería. Los vagones del tren se habían volcado, y sus techos se habían hecho añicos. Los turistas iban dando traspiés de acá para allá, conmocionados. Percy no vio a nadie que hubiera resultado gravemente herido, pero los grifos se lanzaron en picado hacia cualquier cosa que se moviera. Lo único que los aparecidos alejados de los mortales era un reluciente guerrero gris vestido de camuflaje: el spartus de Frank. Percy echó un vistazo y se fijó en que la lanza de Frank había desaparecido.

—¿Has usado el último ataque?

—Sí —Frank abatió de un disparo a otro grifo—. Tenía que ayudar a los mortales. La lanza se ha deshecho.

Percy asintió. Una parte de él se sintió aliviada. No le gustó el guerrero esquelético. Otra parte se sintió decepcionada, ya que eso suponía que tenían su disposición un arma menos. Pero no se lo reprochaba a Frank. Había hecho lo correcto.

—¡Cambiemos la pelea de sitio! —dijo Katherine—. ¡Lejos de la vía!

Atravesaron la nieve dando traspiés, golpeando y rebanando grifos que volvían a formarse a partir del polvo cada vez que los mataban.

Percy no tenía experiencia con los grifos. Siempre se habían imaginado como enormes animales nobles, como leones con alas, pero aquellas cosas le recordaban más a unos depredadores: unas hienas voladoras. A unos cincuenta metros de la vía de tren, los árboles daban paso a un pantano descubierto. El terreno estaba tan esponjoso y cubierto de hielo que Percy se sintió como si estuviera corriendo a través de plástico de burbujas.

Frank se estaba quedando sin flechas. Hazel respiraba con dificultad. Katherine estaba igualmente agotada, sus manos sosteniendo el arco de manera temblorosa. Los movimientos de espada de Percy se estaban volviendo más lentos. Se dio cuenta de que si seguían vivos era porque los grifos no intentaban matarlos. Los grifos querían cogerlos y llevárselos a alguna parte.

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