Chapter LVII.

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Capítulo 3.

"Misión para arreglar el desastre"

Una vez que Leo despertó, fue rodeado por Annabeth, Frank, un sátiro que se presentó como el entrenador Hedge, que, por cierto, estuvo a bordo y no ayudó jamás a Katherine, y la propia Katherine. Todos tratando de entender lo que había sucedido momentos atrás.

—Otra vez —dijo Annabeth—. ¿Qué ha pasado exactamente?

Leo se dejó caer contra el mástil, derrotado. Katherine se compadeció. Podía sentir oleajes de tristeza, culpa, desesperación saliendo de él. Miraba francamente desconsolado su alrededor. El barco estaba hecho un desastre. Las ballestas de popa eran montones de astillas. El trinquete estaba destrozado. La antena parabólica que permitía conectarse a internet a bordo y ver la televisión había volado en pedazos, cosa que había sacado de quicio al entrenador Hedge, que en opinión de Katherine, no tenía ningún derecho en reclamar nada. Si tanto le importaba la antena para el internet, hubiera hecho algo de utilidad y no haberse perdido donde sea que hubiese estado en este buque. El dragón de bronce que hacía de mascarón de proa, Festo, si no mal recordaba, tosía y expulsaba humo como si se hubiera tragado una bola de pelo. Y por los crujidos que se oían en el lado de babor, Katherine supo que algunos remos aéreos se habían desalineado o se habían partido del todo, lo que explicaba por qué el barco se escoraba y se sacudía en el aire, y por qué el motor resollaba como un tren de vapor asmático.

El pobre chico parecía a punto de llorar.

—No lo sé. Tengo un recuerdo borroso.

Katherine vio su incomodidad y suspiró. Se sentó a su lado, cruzando sus piernas en indio y miró el techo. Ese chico no necesitaba miradas acusadoras y fijas en este momento.

Annabeth, quién aparentemente no conocía nada sobre la compasión, se cruzó de brazos y miró con una mueca fría a Leo.

—¿Quieres decir que no te acuerdas?

—Yo... —Leo tartamudeó, pero Katherine no volteó a verlo a pesar que hablaba—. Me acuerdo, pero es como si hubiera estado viéndome a mí mismo hacer cosas. No podía controlarlo.

El entrenador Hedge dio unos golpecitos con el bate contra la cubierta. Con su ropa deportiva y su gorra calada sobre los cuernos.

—Mira, muchacho, te has cargado algunas cosas —dijo Hedge—. Has atacado a los romanos. ¡Increíble! ¡Genial! Pero ¿tenías que cortar los canales por satélite? Estaba viendo un combate de lucha.

—¿Y sabe qué estaba siendo yo? —preguntó Katherine, inocentemente—. Estaba tratando de salvar mi vida. No hablemos de desgracias, amigo, yo me llevo el premio mayor.

Hedge le dirigió una mirada molesta, Annabeth iracunda. Le daba igual todo eso. Sin embargo, el pobre de Leo la volteó a ver y cuando Katherine notó su rostro culpable se avergonzó. No tenía la intención de hacerlo sentir mal.

—Entrenador, ¿por qué no va a asegurarse de que todos los fuegos se hayan apagado? —dijo Annabeth luego de terminar de fulminarla con la mirada.

—Ya me he asegurado.

—Pues vuelva a hacerlo.

El sátiro se marchó andando penosamente y murmurando entre dientes.

La chica se arrodilló al otro lado de Leo. Sus ojos grises parecían de acero, como cojinetes de bolas. El cabello rubio le caía sobre los hombros.

—Leo, ¿Octavian te ha engañado? —dijo ella tranquilamente—. ¿Te ha tendido una trampa o...?

—No.

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