11

1.9K 299 174
                                    

TAYLOR.






Miro por última vez el reloj mientras el auto se detiene en el tráfico del centro de Londres. Son las nueve de la mañana, el cielo está gris y aún queda rastro de la llovizna que hubo en la madrugada. No puedo evitar preguntarme que estaría haciendo Addison durante la tormenta de rayos de anoche. ¿Estaría durmiendo? ¿O el sonido le provocó insomnio? ¿Me habrá extrañado tanto como yo a ella?

Hemos pasado diez horas separadas. Y se ha sentido como una tortura, especialmente si consideramos la situación. Addison seguro está llorando, completamente sola, mientras piensa que no la quiero. Y con toda la razón, pues yo la dejé marcharse aunque sus ojos me imploraban que hiciera algo. 

Solo murmuro un breve «gracias» al chofer cuando me abre la puerta. También le digo que no es necesario que me acompañe cuando estamos dentro del edificio, y vuelvo a repetírselo cuando llegamos al departamento.

Después de tocar el timbre tres veces la puerta se abre. A pesar de la total oscuridad, puedo ver su silueta y su cabello rebelde cayendo por sus hombros desnudos.

Lleva una camisa de tirantes —para ser más exacta, la misma que usó el día que vine a ayudarle a desempacar—. Aún recuerdo como llevaba puesta una camiseta enorme con el estampado de «I love One Direction» en letras rojas; le llegaba hasta los muslos y aunque me encantaba, no puedo negar como mi corazón se aceleró cuando la reemplazó por una blanca pegada al cuerpo. Justo esa misma que está usando hoy.

Y, como si no pudiese lucir más hermosa, llevaba puesto el pantalón de pijama que me había robado.

—¿Puedo pasar? —pregunto rompiendo con el silencio. Escucho que murmura algo, pero no soy capaz de entender qué.

Al entrar no sé a donde moverme porque todo está completamente a oscuras. Decido permanecer en el mismo lugar cuando ella dice: —Dame un momento.

Escucho como levanta unas copas y como arrastra unas sillas. Mis ojos se cierran de golpe cuando enciende las luces.

—Lamento el desorden —es lo primero que dice cuando vuelvo a verla. Solo soy capaz de observarla mientras se deja caer sobre el sofá, como si quisiera marcar la distancia entre nuestros cuerpos.

Trago saliva mientras trato de buscar las palabras que he estado ensayando desde que se marchó de New York, ayer. Pienso incluso en el discurso que ideé en el avión, y el que repasé en el auto.

Aún así, no soy capaz de decir algo. Es como si mi cerebro se hubiese desconectado y ahora nada saliera de mi boca. Ni siquiera un «hola» o un «¿cómo estás?»

Así que opto por lo más razonable: caer de rodillas frente a ella. Suena exagerado —incluso patético—, pero creo que ninguna palabra bastará para justificar mi comportamiento. Mi estúpido e irracional comportamiento. Así que ignoro el frío piso calándome la piel y me concentro en mirarla fijamente.

Por fin puedo decir algo, aunque no es lo que hubiese deseado. —¡Lo siento! Soy una idiota. Lo siento, lo siento, lo siento.

No se cuantas veces lo repito, pero solo sé que dejo de hacerlo cuando toma mi barbilla y me obliga a verla directo a los ojos. Puedo notar que está a punto de romper en llanto, y eso solo logra que quiera seguir con mis disculpas.

Dejo caer ambas manos sobre sus muslos mientras el silencio nos consume. Puedo ver la lucha interior que mantiene mientras yo permanezco ahí, de rodillas, casi suplicando.

—Nunca debí dejarte salir de ese departamento —solté—, no estaba avergonzada. No estoy avergonzada —aclaro. Por un segundo aparta sus ojos, como si estuviese diciendo «pero yo sí».

Mastermind || T. SWhere stories live. Discover now