CAPÍTULO 1: CORONACIÓN

379 20 6
                                    

Érase una vez en un reino muy, muy lejano, un castillo enorme con muchas habitaciones, con muchos mozos y doncellas, un trono, un rey sin reina y con dos príncipes

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.


Érase una vez en un reino muy, muy lejano, un castillo enorme con muchas habitaciones, con muchos mozos y doncellas, un trono, un rey sin reina y con dos príncipes. Uno eterno, el otro a la espera;  A la espera de qué, se estarán preguntando.  Pues a la espera de ponerse él mismo sobre el trono.

 El nombre del reino en cuestión era Aguas Calientes. Puesto que el castillo estaba construido sobre aguas termales. Con frecuencia los géiseres del jardín daban fuertes bocanadas de vapor que llegaban hasta el cielo. Muchas gentes de muchos lugares viajaban a esta tierra para sanarse.

 Decían por ahí que entre los minerales y las mágicas propiedades del agua podía desprenderse uno de todos los males. Otros aseguraban sin temor a equivocarse que existían pozos especiales en los que al entrar tenías una transformación completa, no solo de tu salud sino también de tu esencia.

 Fue durante la época dorada del reino y cuando iban a completar 200 años de la ascensión al poder de la familia real que el príncipe Augusto empezó a impacientarse. Puesto que ya a sus 25 años deseaba mandar y reinar en todo y sobre todos.

   Dada la impaciencia de este joven noble no resolvió  acabar con su espera de mejor forma que, en secreto, cometer un magnicidio.

 Fue cuando emprendió la tarea de consentir a su anciano padre, que ya rondaba los 70 años, con copas de coñac envenenado. Le administró una sustancia tanto incolora como innovadora, sin sabor y popularmente mortifera. Caracterizada por dejar en punta de dedos, tanto de manos como pies, el tinte violáceo que evidenciaba la causa de muerte. Era el néctar de la flor blanca.

 Sin embargo, su efecto no era inmediato sino qué una vez suministrada la agonía daba inicio a un fuerte dolor de estómago, seguido por jaquecas punzantes. Para finalizar en parálisis de las funciones del corazón. Solo cuando el alma se desembaraza del cuerpo se pueden apreciar las manchas oscuras en los dedos.

 Lo que el príncipe no atinó a prevenir fue una sesión extraordinaria que tuvo el rey con su consejero y otros miembros de su asamblea; en la cual estos procuraron ser testigos del testamento del monarca. Quién al verse anciano frente al espejo pasó sus últimos momentos (sin sospechar que verídicamente estos iban a hacer los últimos) redactando su propio testamento y poniéndolo todo a manos de su queridísimo hijo.

 Inevitablemente la muerte tocó la puerta del rey. Y luego de ceremonias, entierros y estatuas construidas sobre panteones fue que se reunió la corte real ante el reino mismo. En una gran celebración post-mortem dónde dieron a conocer la última voluntad de su majestad el difunto rey.

 El consejero del rey (un hombre obeso, barbudo y con muchos manerismos), fue el elegido para leer el testamento. Cuando se dejaron sentadas las bases de cómo quería el antiguo monarca que siguiera funcionando esto y aquello. De que tal y cual sujeto se nombrara lord. De qué tal y cual terreno fuera expropiado, vendido o regalado, ¡por fin! se llegó a la parte final; la parte que todo mundo estaba esperando, la parte del heredero.

“En este testamento, dejo constar a mi corte, mi consejero,  mi tesorero, mi comandante y todo mi reino que mi última voluntad, y espero sea respetada hasta el final, es que mi sucesor deberá ser de forma inmediata a mi muerte, y de carácter inescrutable, mi hijo varón y mayor orgullo: Aines Fer".

 En ese momento  todo el reino quedó sorprendido y al mismo tiempo resignado. Puesto que Aines Fer era el hijo menor del Rey y tenía tan solo 12 años. Mientras que el hijo mayor, Augusto Fer, había sido deliberadamente excluido de la línea directa de sucesión.

EL PRINCIPITO MALVADODonde viven las historias. Descúbrelo ahora