CAPÍTULO 17: MENSAJE

82 19 3
                                    

En el reino de Aguas Calientes cada guerrero y sirviente del castillo estaba en tensión. Acababan de recibir la noticia de que los normales planeaban dar un rodeo y atacar el reino por mar. Por otra parte, también existía el informe de que cabalgaban rápidamente por el camino real y llegarían en 2 días, dado que por algún motivo el bosque había asimilado el camino que lo circundaba.

Por un lado, pensó Aines, podrían ser que sus espías le estuvieran traicionando y le dieran información falsa. Por otro, que realmente los iban a atacar por ambos flancos. La cabeza del rey estaba por demás saturada de posibilidades. 

Si dividía sus tropas tenía posibilidades de defender y repeler. Podía mandar instalar trampas en la costa y preparar un pequeño número de hombres con cañones terrestres. Podía emboscar a los normales a medio camino o…

“Su majestad” Uther, el consejero, se acercó temeroso de agitar la ira del rey pero sin posibilidad de evitar entregarle un mensaje “es menester que escuche lo que tengo que decirle”.

“¿Es sobre la guerra? –preguntó el monarca, contemplando el horizonte a través de una ventana, con vino en la mano y la sesera mareada. Estaba poniendo a aprueba aquello que dicen de tener una idea borracho y sobrio valía como tener una idea muy buena. O algó así se decía. Quizás solo intentaba relajarse sin evadirse del todo–. Dime que los ingenieros inventaron una máquina voladora o algo así. Porque de lo contrario tenemos un problema”.

“¿Máquina voladora? Su majestad, alucina”.

El rey frunció el ceño y escupió sobre los adoquines un gargajo morado.

“¿Qué quieres, Uther?”

El consejero se aclaró la garganta y acto seguido desplegó ante sí un pergamino.

“Al portero le dieron este mensaje esta mañana de forma anónima”

“¿Se le dieron? ¿Al portero? ¿Como pudo ser anónimo? Una descripción física al menos se tendrá”.

“Este mensaje iba atado a una flecha que… casi le da en la cabeza al portero, entrando ya en detalles”.

“Es una amenaza” sentenció Aines, sin emoción. Preguntándose si este sería el legado más corto que tendría su reino… si es que su reino seguía existiendo. “Bueno, no te quedes ahí mirándome, léela”.

“Es que… su majestad. Esto fue escrito por su hermano”

¿Había escuchado bien? ¿Su hermano? Hacía días que no sabía nada de él. El triste recuerdo de ser abandonado lo golpeó nuevamente y dio un largo trago de vino sin chistar. 

“Léela para mí, estoy muy ebrio como para fijar la mirada. Nada bueno podrá ser”.

La carta, escrita ni mas ni menos que en sangre decía lo siguiente:

Querido hermano de mi corazón. Siento serte tan irrespetuoso y problemático cuando llegó tu tiempo de asumir tu posición como monarca, no puedo hacer hoy otra cosa que disculparme. 

Sé que estarás decepcionado de que abandonara de forma abrupta tu compañía, pero te seré sincero; me era imposible verte. Puesto que me recuerdas tanto a mi padre que tu sola presencia removía un infierno en mi interior. Tu cara y tus modos me son horribles, tus gestos repelentes. Tu falsa simpatía vomitiva y tu forma de quererme quema más que un fierro al rojo vivo sobre el pellejo.

No te escribo eso para enojarte o mortificarte, te soy transparente, nada más. 

He tenido unos días muy enriquecedores, eso te lo aclaro. Y estoy ansioso de volver a casa. 

Sí, lo sé. Soy consciente que lo escrito aquí me deja en la lista de los que mandarás a ejecutar, pero como no tengo nada que ocultar, es mejor que sepas lo que realmente pienso de tí antes de confesarte el monstruo que soy. Agárrate muy fuerte, querido hermano. Porque yo, Augusto Fer, por medio de la presente, confieso ser el asesino de tu padre, el Antiguo rey. Y pienso hacer lo mismo contigo a su debido tiempo.

-Mis mejores deseos, atentamente y con mucho amor:

El pequeño Gus.

Aines Fer escuchó antentamente. Una lagrimilla emergió de su mejilla al tiempo que una mueca retorcida de desprecio de formaba en sus labios. Con que así eran las cosas. 

Entonces rió, rió y rió hasta que ya no le quedaron fuerzas. 

Uther, quien lo vio todo, tragaba saliva, esperando el golpe, pues siempre solía ser el mensajero quien pagaba los platos rotos. Sin embargo, Aines no le hizo nada. De hecho, al parar de reír, Dñdijo con seriedad, bebiendo otra copa de vino:

“Llama al bardo y al arlequín, quisiera que escribieran una linda canción para mí”.

“¿Una canción? ¿De qué?”.

“Una canción y ya… Para recordar a Augusto. Porque él, tontamente, a decido que va a morir… y me alegro”

EL PRINCIPITO MALVADOWhere stories live. Discover now