CAPÍTULO 8: MARIONETAS

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El principito lloraba en su habitación bajo las sábanas nuevamente. Se le estaba haciendo una rutina lamentarse por sí mismo.

El rey, para evitar que su sangre cayera en depresión mandó entretenimiento, lo que se tradujo nuevamente en el bufón y la bardo; quienes  entraron como perro por su casa en la pequeña celda para cambiarle el ánimo.

“No se lamente, señorito —dijo el bufón—. Tiene usted salud y mucho por qué vivir como para estar triste”.

“¡Goil! —le susurró la bardo—. No le digas eso, sabes que no es cierto”.

Augusto la escuchó y sus sollozos se intensificaron.

“Madre del amor bendito. ¿Por qué llora, principito? —preguntó la bardo sin tapujos—. ¿Qué nuevo tema ha encontrado para hundirse en la mísera?”

“Nadie me quiere, todos me odian” respondió Augusto, siendo una bola sobre la cama.

“¿Y eso qué tiene de raro? Nadie lo quería cuando se veía como un hombre; con su nueva apariencia al menos es agradable a los ojos. No se le nota la arrogancia, el mal genio, la maldad o la estupidez”. 

El bufón estuvo de acuerdo:

“Lady Eloliza tiene razón. Mi señorito. Con su nuevo mirar aparenta usted ser inocente y no malvado como antes. Y sus berrinches ahora parecen inmadurez en vez de estupidez mezclados con locura asesina”. 

“Eso no ayuda” les replicó Augusto, saliendo de debajo de las sábanas, rojo cual tomate. “Antes las gentes no me querían, pero no me lo demostraban porque me temían. Ahora tampoco me quieren, pero ya no puedo mandar a que les corten la cabeza o que les quemen la lengua con un fierro ardiente… o que les metan ratones por el–“

“¡Señorito! —intervino la bardo—. Va a herir la sensibilidad de Goil. Por favor no describa más sus fechorías”.

Sorbiendo los mocos, Augusto bajó la cabeza sin decir otra palabra. 

La bardo, como era su trabajo animarlo y no sabía bien cómo, se metió en la cama con él. 

“¿Un abrazo le subiría el ánimo a su majestad el principito?” Díjole con voz dulce.

La nariz del otro hizo sniff sniff, y asintió sin responder verbalmente.

La bardo abrazó a Augusto y puso la cara justo entre sus prominentes orbes. El principito por instinto se aferró a ella como quien se ahoga y se prende a un salvavidas.

“Ya, ya… ¿se siente mejor? Los abrazos relajan, ¿no?”

Sniff sniff

“Ajá…”

“¿Se siente mejor?”

Sniff sniff

“Aja…”

“¿Qué tal si hacemos algo que lo haga reír?”

“A mí nada me hace reír”

“¡OH! No diga eso mi joven señorito” gritó una voz chillona junto a la cama.

Augusto se volteó para ver a un títere de calcetín con una coronita en la cabeza y una capa roja en lo que podría ser un cuello muy grueso. “Soy el rey Aines y te ordeno que no estés triste” dijo la fiel caricatura del hermano.

Augusto Fer sonrió ante lo ridículo que le resultaba ver una versión de Aines aún más enana que él. 

“No puedo, su majestad —respondió Augusto—. Estoy de luto por mi cuerpo”.

“De luto está quien muere. Yo a usted lo veo como un principito muy sano y vivaracho”. 

“No debería verme así, su majestad —volvió a decir Augusto, siguiendo el juego—. Le recuerdo que usted me embrujó para que pareciera un enclenque de 8 años en vez de un mozo de 25. Estoy de luto por mi viejo yo”. 

“¡Ay, pero cuánto rencor en un cuerpo tan pequeño!” Se indignó el títere “¡Que le corten la cabeza por tener sentimientos! ¡Guardias, guardias! Traigan el machete, quiero su cabeza para jugar a la pelota”

Por cruel que fuese la parodia y estúpido el guión Augusto se rió del mini rey sobre reaccionario. Y aplaudió complacido.

“¡Más, quiero más”. 

Se pasaron la tarde contentando el corazón negro del principito con cantos de cómo su hermano se caía a un pozo y obras de como el rey era un lunático estúpido. Augusto durmió con el alma tranquila esa noche y al día siguiente se despertó en paz.

EL PRINCIPITO MALVADOWhere stories live. Discover now