CAPÍTULO 14: DÍA DE HERMANOS

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Al día siguiente, el rey estaba tan de buen humor que invitó a Augusto a comer con él. Desayunar en la mesa del rey, como antaño, fue una invitación que lo tomó desprevenido. Empezaba, lentamente, a acostumbrarse a comer junto a la bardo y al buzón, que si bien no eran las mejores compañías, al menos hacía sonreír a su alma herida. 

Comer con Aines, por otro lado, visto en perspectiva no era otra cosa que ir a que su carcelero se mofara de él. 

Alguna cosa mala tramaba el rey, de eso Augusto estaba seguro. Sería una cosa para humillarlo. Seguro que pondría todos los manjares de su lado de la mesa mientras a él, Augusto, le dejaba un mísero plato de avena que tendría que comer con las manos.

“Principito, es menester que vaya”, aconsejó la bardo.

“Me rehúso, es únicamente para injuriarme”.

“Aún así no puede negar una invitación real, usted lo sabe, todos lo sabemos. Por favor, vaya”.

Augusto se cruzó de brazos en lo que la bardo le calzaba unos cómodos zapatitos de cuero.

“Ya no quiero ver a mi hermano. Si te soy honesto, empieza a asustarme su presencia”.

“¿Apenas? ¡Oh, claro! No temía antes por su edad y su posición ¿no es así? Pues muy espabilado no es usted. Para todos está muy claro que su hermano no era un rey benévolo. ¿Ha prestado atención a cómo lidera el reino últimamente? Su última orden fue matar públicamente a todos los culpables de robo que se haya confirmado su crimen, a los que no, se les encierra hasta que se haya confirmado el crimen, y a los que acusaban falsamente y no pudieran demostrar la acusación, se le cortase la lengua. No tiene idea de cuantas cabezas y lenguas han rodado desde entonces. El reino le teme y tiembla de oír su nombre. Me ha pedido que escriba una canción sobre él y me asusta ser ejecutada por no poner suficientes alabanzas o poner demasiadas. Pues, de poner un exceso se enojará por exageración y de escribir mi pensar honesto me mandará ejecutar por insultar y difamar”.

Augusto no sabía si él pudo llegar a ser un rey mejor o peor que eso, sin embargo, sabía que no tenía tanta imaginación para ser cruel como la tenía Aines. Y temiendo más al castigo que a la presencia del rey mismo, fue a presentarse ante él llevando una camisa con volantes y encaje, tirantes y unos pantalones cortos que lo hacían sentir rídico y aniñado. No le cabía duda que su hermano había seleccionado inclusive la vestimenta.

El rey esperaba en la mesa cuando Augusto llegó. Sonrió complacido al verle entrar. 

La mesa era de madera roja barnizada. Tan larga como el cuello de una jirafa. Augusto se sentó en la punta; alejado de su hermano, quien estaba en la otra punta. Esto no le complació al rey.

“Gus, ¿no prefieres venir a sentarte junto a mí? La distancia no me permite apreciar como se ve tu semblante”.

Disgustado, aunque sin decir palabra, el joven príncipe tuvo que caminar hasta el rey y sentarse junto a él, donde lo esperaba toda clase de platillos preparados para ambos. No se veían mal. 

Justo antes de tomar el cuchillo y el tenedor, pensando fugazmente en usarlo para cortarle el cuello a su majestad el rey apenas se distrajera, Aines le atrapó el brazo antes de que tocara tan siquiera los cubiertos dorados.

“Estaba pensando, querido hermanito, ya que hoy es el aniversario del natalicio de nuestro padre, podríamos pasar el día juntos. Míralo como un tiempo de calidad entre nosotros. Me he desocupado el resto del día para ti, y estoy dispuesto a darte el tiempo que tú nunca antes me diste a mí ¿qué te parece? Comeremos, jugaremos y nos divertiremos”

Augusto miró a los ojos de Aines, sin saber qué le asustaba más, aquella mirada o el plan que se fraguaba detrás.

“Lo que su majestad el rey desee” fue lo que alcanzó a decir.

EL PRINCIPITO MALVADOOnde histórias criam vida. Descubra agora