CAPÍTULO 15: SUEÑOS

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Aines fue quien le despertó esa mañana. 

“¡Hermanito! Arriba. Hoy será un gran día”.

El pequeño Gus se despertó lentamente, frotándose el ojo izquierdo, lleno de lagañas. 

“¿Qué pasa?”

“¿Tienes idea qué día es hoy?” Preguntó el rey, sin poder ocultar la emoción en su voz.

“¿Martes?”

“¡Sí! Pero también es mi cumpleaños”

“¡Oh no! Lo había olvidado”.

El rey abrazó cálidamente a su hermano.

“No importa, el mejor regalo es tenerte, ¿lo sabes verdad?”

“He, he. Qué tonto eres, Aines. Tenías que decírmelo ayer, te habría conseguido algo”.

“¡De ninguna manera! Yo te traje algo a ti”.

El rey se estiró, de debajo de la cama extrajo una cajita de madera muy bonita. 

“¿Qué es eso?”

“¡Ábrelo!” Ordenó el rey.

Así lo hizo Gus y vió que de la caja salía un rey sentado en un trono de madera, el trono daba vueltas sobre su propio eje mientras una melodía muy bonita se escuchaba.

“¡Es una caja de música! ¿La has mandado a hacer tú?”

Aines sonrió de oreja a oreja y asintió.

“¿Pero por qué, si no he hecho nada? De hecho me olvidé de tí por completo”.

“Ay, Gus. No existe nada que puedas hacer para hacerme enojar lo suficiente como para que te deje de querer. ¿Lo sabes, verdad?”

De pronto la alcoba empezó a ponerse oscura y la figura de Aines se tornó alargada y encorvada, sus dedos se hicieron nudosos y largos como ramas de árbol.

“Yo eh…”

 “Porque sabes… yo te quiero mucho”.

Todo alrededor del principio se oscureció otro tanto. La figura del rey se alargó mientras que Agusto se empequeñecía al mismo tiempo. Tanto fue así, que no supo bien cómo acabó posado sobre la palma del propio rey, que lo miraba con su malvada expresión. Sus  ojos brillantes estaban hundidos en las cuencas.

 “Porque tú eres mi pequeño hermano”

“Aines…”

Augusto empezó a temblar de pánico, aquella figura era monstruosa, asquerosa, aterradora.

“No tengas miedo, tu hermano está aquí”.

Su voz, su voz parecía salida de un pozo, como debajo del agua. Resultaba ahogada y cavernosa, grotesca.

Tan empequeñecido como estaba Augusto parecía de tamaño bocado para una gran fauce.

El rey abrió la boca, llena de dientes filosos impregnados de pegajosa saliva y sangre.

“¡Por favor, no! Ten piedad”. 

Pero Aines no escuchó, se lo comió entero y empezó a masticar y triturar sus huesos con los dientes.


Augusto abrió los ojos en medio de la penumbra, sudando, con la respiración acelerada. 

Pero no estaba en su habitación, estaba en la habitación de su padre, lo sabía por el color de las paredes y de los ornamentos de la cama real. 

Se encontraba inmovilizado, unas extremidades lo aprisionaron, por lo que tuvo la precaución de no sobrerreaccionar ni moverse mucho.

Era el mismísimo Aines quien lo abrazaba, o más bien, lo aprisionaba en la cama. Se aferró a Augusto como quien lo hace a una almohada. 

Su corazón iba a mil por minuto. ¿Por qué estaba ahí? Se había dormido en su habitación pero… estaba ahora en esta habitación. Solo se le pudo ocurrir que, dado que es un tronco al dormir, Aines ordenó que lo trasladaran mientras dormía en sus aposentos. 

Un escalofrío le recorrió la espalda. 

“Sabe muy agrio” balbuceó Aines entre sueños. 

Se ha metido en mi mente para torturar ahí también, pensó Augusto, vencido por el pánico. 

Era demasiado, no podía seguir así. Era un destino peor que la muerte. 

Lágrimas silenciosas brotaron de sus ojos, se mordió los labios para controlarse. No quería despertarlo. Señora de Aguas Calientes, no permitas que se despierte.

Agusto salió como pudo del enredo de manos y pies. No se arriesgó a salir corriendo, así que se fue a gatas hasta salir de la habitación. Luego de eso corrió tambaleándose hasta la suya propia; en un cajón, guardado entre el relleno de un animal de felpa estaba la pequeña botella que el centauro le había regalado. Todo su ser temblaba de pavor, pero si no sentía nada, quizás podría tener una oportunidad. Debía dejar de estar asustado y rápido.

Así que la tomó. 

Tapó la botella vacía, y de un momento para otro esta empezó a brillar con una luz azul, luego morada, luego roja y… y luego se llenó de un liquido alquitranado más negro que la noche. 

Mientras tanto, en su pecho, no sentía nada. Ni miedo, ni rabia, ni alegría o tristeza. No sentía nada de nada. 

Se pellizcó para ver si estaba adormecido. Eso sí podía sentirlo, dolor. Pisó el suelo, estaba frío. Tenía tacto y dolor, pero nada en su pecho salvo el vacío. 

EL PRINCIPITO MALVADOWhere stories live. Discover now