{♚} Capítulo veintitrés.

13.3K 1.6K 154
                                    

Magnicidio.

Emérita Emperatriz Melba Mavrokefalidis.

Habis estaba allí para escoltarme por un delito que no había cometido. Había sido una pesadilla... tenía que estar aún sumida en mi horrible pesadilla; las lágrimas empezaron a rodar por mis mejillas mientras cerraba los ojos con fuerza, rezando para que pudiera despertarme de una vez por todas.

-Tenemos que irnos –escuché decir a Habis con la voz dura.

Me esforcé por ignorarle y por despertar. Cuando lo hiciera descubriría que mi abuela seguía estando en el hospital, sin cambios pero viva; yo no era ninguna asesina. Amaba a mi abuela, ¿cómo era capaz Habis de albergar alguna duda al respecto? ¿Cómo era posible que valorara esa posibilidad?

-Es un sueño –musité, encogiéndome sobre mí misma y tapándome los oídos-. Todo esto es un sueño y pronto voy a despertar. Nada de esto es real.

Noté la presencia de Habis situándose frente a mí, con sus ojos clavados en mi rostro. Juzgándome por algo que no había hecho.

-Yo no he sido –gemí.

-Nos vamos –la voz de Habis sonaba implacable.

Fría. Dura. Como si realmente me creyera capaz de una cosa así.

Abrí los ojos con lentitud y me topé con su mirada. Tenía la mandíbula tensa y sospeché que el resto de su cuerpo tendría que estar igual; no estaba acostumbrado a ese tipo de situaciones y estaba obligado por su título a acatar órdenes.

Mis ojos se llenaron de lágrimas y las escenas de mi pesadilla empezaron a acosarme, mostrándome la crueldad que había mostrado. Sin embargo, ahora lo veía todo en primera persona; era consciente de cada movimiento y una macabra felicidad recorría cada centímetro de mi cuerpo mientras era testigo de cómo mi abuela se atragantaba con su propia sangre.

Porque yo lo había decidido así y porque había hecho uso de mi poder para que así sucediera.

Me tambaleé y el brazo de Habis me sujetó con fuerza, evitando mi caída. La cabeza no paraba de darme vueltas y las náuseas habían regresado y se estaban cebando conmigo con saña: no había sido una pesadilla.

Yo lo había hecho.

-¿Tú... tú me crees? –inquirí con un hilo de voz.

Necesitaba escuchar de sus propios labios que, al menos, me concedía el beneficio de la duda. Él me había conocido casi toda mi vida; se había reencontrado conmigo tres años atrás, había podido comprobar cómo era. Habis tenía que creerme.

Frunció el ceño y torció el gesto.

-Hay testigos que te han visto, Amelia. Con tus propias manos –añadió en voz baja, incrédula.

«Con mis propias manos.»

Repetí las últimas palabras de Habis en mi interior una y otra vez hasta que me hicieron daño. No entendía mi pesadilla, no entendía cómo era posible que no se tratara de un sueño...

No entendía nada.

-¿Qué va a ser de mí? –pregunté.

-Te llevaremos a la Atlántida, tal y como estaba previsto en un principio –hizo una breve pausa, quizá pensándose lo que iba a decir a continuación-. Pero yo ya no puedo ayudarte.

Parpadeé varias veces, provocando que varias lágrimas se derramaran por mis mejillas.

-¿Que ya no puedes ayudarme? –repetí.

Crónicas de la Atlántida I: El secreto.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora