Capítulo 10

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Desperté ese miércoles por la mañana, cansado. Eso de despertar cansado es horrible. Uno siente que no ha dormido nada. Incluso hacía algo de frío, por lo que más ganas de quedarme en mi cama me dieron.

Alargue mi mano para tomar mi celular. Me había llegado un mensaje de WhatsApp de mi linda madre. Eso me puso feliz, y hasta me quitó el cansancio matutino.

Hay seis horas de diferencia entre Chicago y Londres; por eso es que a veces mi madre me envía un mensaje como a eso de las diez de la mañana, pero a mí me llega mientras estoy durmiendo.

Tenía tres mensajes de ella. El primero era una foto de la edición de esta semana de The Seeker Magazine puesta en la mesa del living room en su casa en Londres. El segundo mensaje decía:

-Hijo hermoso: acaba de salir la revista nueva con tus artículos. ¡Estoy muy orgullosa y feliz por ti! Me encantó el que trata sobre Reino Unido. Extraordinario.

El tercer mensaje eran emoticonos de corazones y besos. ¡Qué tierna! Sobre todo porque le debe haber tomado una hora escribir ese mensaje. Hoy día salió la revista de esta semana en Reino Unido. Seguramente la compró en un dos por tres.

Necesito llamarla. Creo que lo haré cuando llegue a la oficina. Ahora tengo que levantarme. Si no, Rory me va a ganar y se va a meter a la caseta de Superman antes que yo.

Salí de mi cama de un brinco y me puse mis pantuflas de panda. Rápidamente me duché y luego tomé desayuno con mis compañeros. La visión de ese jugo vomitivo que toma Shewbridge todas las mañanas, en verdad da asco. Me da "dégoût". ¿Ven? Por lo menos algo se aprende del pedante. ¡Voy a terminar hablando francés!

Salí un poco más temprano del apartamento que de costumbre. Al llegar a la estación de metro me encontré con una de mis peores pesadillas. Los torniquetes para entrar estaban atascados. Como odio cuando pasa eso. La mediocridad de este mundo cada día me sorprende más.

Tres de los cinco torniquetes no estaban funcionando, por tanto, se formó una fila eterna para entrar. Menos mal salí un poco más temprano, si no, llego atrasado.

Para colmo, la fila avanzaba más lento aún porque la gente incompetente no podía pasar su tarjeta Ventra por la máquina del torniquete y tenía que intentarlo varías veces para lograr avanzar. No sé si la tecnología venció definitivamente a los humanos o si los humanos perdieron muchas neuronas en esta última era. Yo creo que las dos. De seguro que los que encargados de los torniquetes son los mismos zopencos que tienen que arreglar mi ascensor.

Cuando estaba a tres personas de poder pasar por el dichoso torniquete, mi celular sonó. Era Rory. ¿Qué quiere ahora?

-Rory, dime -contesté.

-Hola Greg. Hermano -me dijo el americano por el teléfono- sabes que...se te quedó tu maletín acá en el sillón.

Casi se me salen los ojos al escuchar esa frase. Miré mi mano izquierda. Vacía. ¡Olvidé mi maletín! Demonios. Tuve que dejar la fila y correr de vuelta al apartamento. Digo "correr" a caminar con velocidad súper-mega-híper rápida, porque yo no corro, nunca.

Llegué cansado al cuarto piso y justo me encontré con Ju-Long saliendo por la puerta. El chino me saludó y se rio. Por lo menos me ahorró el ajetreo de abrir la puerta. Tomé mi maletín y salí al instante. Casi me caigo bajando las escaleras. Pasé a Ju-Long y me desaparecí de su vista pronto.

Al final casi llego tarde al trabajo. Tuve que hacer de nuevo la fila del torniquete, subirme al metro, tomar el bus y así llegar a New Orleans Street. Arribé al trabajo agitado y Sharon sorprendida me preguntó qué me sucedió. Le conté mi desventura con los torniquetes y el maletín. La mujer se rio un poco y luego me dijo que lo de los torniquetes también le sucedía a ella frecuentemente.

Me encontré con Doris y Maxime ya instalados en la oficina. Maxime lucía un nuevo reloj Patek Philippe dorado. ¿De dónde saca tantas cosas de lujo? Tampoco es que uno gane una millonada siendo escritor de una revista para andar derrochando dinero en relojes pomposos.

Ordené mis cosas y avancé un poco en mi siguiente artículo. Esperé hasta las diez para llamar a mi madre, porque a esa hora casi todos en la oficina se toman un descanso junto con un café.

Busqué a mi mamá en WhatsApp y presioné el botón para llamarla. Cada vez que la llamo me da una especie de nerviosismo. Se siente raro estar hablando con alguien en otro continente.

-¿Aló? -dije.

-Mi hijito. ¡Hola ¿Cómo está? -me respondió ella.

-Bien, mamá. ¿Y tú? -le dije feliz.

-Muy orgullosa de ti. Estoy muy emocionada con la revista. Sé que te va a ir muy bien en tu nuevo trabajo.

-¡Gracias, mamá! Yo también estoy emocionado -comenté -.

-¿Estás en la oficina ahora? ¿Qué hora es allá? -me preguntó en un tono boyante.

-Sí, estoy en la oficina. Son las diez y un cuarto. Estamos en un break y aproveché de llamarte. Me alegraste mucho esta mañana con tus mensajes.

Creo que hablamos por otros diez minutos más hasta que le conté mi odisea para llegar al trabajo hoy. Me enseñó unas sabias palabras, que creo que nunca olvidaré.

-Hakuna Matata -dijo ella, con sabiduría. Lo sé. Suena como el disparate más grande del mundo decir que esas son sabias palabras. Pero si profundizas el concepto, es bastante docto. -¡Es una forma de ser! En mi larga vida, aprendí que hay que vivir sin preocuparse. Si la vida te da limones...no hagas limonada, sólo di Hakuna Matata. ¿Por qué habrías de estresarte haciendo limonada? Si hay mucha fila para los torniquetes...Hakuna Matata. ¿Vas a llegar tarde? ¿Qué importa?

Esto me sacó una buena sonrisa. Cómo sabe levantarme el ánimo mi madre. Me conoce más que yo mismo. Conversé unos últimos cinco minutos más con ella y tuve que despedirme, ya que mis compañeros se habían terminado el café.

-Ya mamá. Te tengo que cortar. Nos estamos hablando -le dije.

-Está bien. Gracias por llamar. Corta no más. No sigas gastando tu saldo, que estas llamadas internacionales son carísimas -me dijo ingenua.

-Mamá...las llamadas de Whatsapp son gratis, usan Internet -le expliqué.

-¿Las llamadas de gabán...? -me preguntó.

-Llamadas de WhatsApp, no gabán. ¡Ni sé qué es un gabán! -reí.

-Es un ave. Perdón, es que estoy sorda -rio también ella.

-Bueno, ¡chao!

-Hablamos pronto -dijo ella y cortó.

Contento, volví a sentarme en mi silla. Mi madre tiene razón con lo del Hakuna Matata. Voy a empezar a aplicarlo en mi vida. Aunque vamos a ver cuánto tiempo me dura. Apenas pensé esto, vi mi lapicera con cuatro lápices no más. ¿Qué pasó con el resto? ¡Eran catorce! ¿¡Dónde están mis lápices!?

Hasta ahí llego el Hakuna Matata.



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