IV

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Se dirigían con el doctor Fujioka su madre, hermana y él.

Yuri no entendía el por qué de la vista, solo tenía dos meses, nada podía salir mal. Ni siquiera era un ser humano aún. Pero, bien, su madre no lo dejaría irse antes de hacer la cita.

Llegaron al consultorio. Tuvieron que esperar una hora y media.

En ese tiempo, pudieron ver a varias mujeres embarazadas en distintas etapas. Había unas que, seguramente, a penas iban a hacerse un chequeo para saber si lo estaban y, otras, hacían la cita para que Fujioka las atendiera en el parto.

Era un tanto extraño estar ahí. El hecho de ser un hombre que iba a tener un bebé de su propio vientre era algo totalmente inesperado. Se sentía raro, aislado. Sabía que no era normal, sabía que el hecho de poder dar a luz lo haría alejarse de sus amigos y familiares, tal vez. Sobretodo de él... En algún punto de su vida se dijo que era el amor de su vida, que estarían juntos para toda la vida. Lo amaba con el alma. Quería que todo lo que planearon se volviese realidad. Quería que criaran a su hijo juntos, sabía que le tendría que tomar cariño. Amaba al platinado con toda su alma.

Fue su turno.

Como sólo había dos sillas frente al doctor, Yuri y su madre se sentaron, mientras que Mari permanecía de pie detrás de ellos.

—Hum, buenas tardes. —Dijo, abriendo una carpeta. La cerró—. ¿Qué tal, Yuri? ¿Cómo te has sentido?

Es verdad, debía admitirlo, le daba una vergüenza tremenda estar ahí con su madre y hermana. El pensar de que en algún momento lo verían con el vientre crecido le daba una pena enorme. ¡Por Dios, que era hombre!

Él muchas veces había visto mujeres de su familia embarazadas y no le daba especial pena ni a él ni a la madre. Pero tener dieciséis años, ser un hombre y tener un embarazo no era tan común que digamos.

—Esto... Bien... Yo... —tragó saliva—. Va todo bien.

El hombre sonrió forzadamente.

—Bien. Ahora, quiero pedirte que pasemos por acá.

Todos se levantaron.

Fujioka caminó por el cuarto hasta llegar a una puerta café. La abrió. Dentro había una especie de camilla de cuero negro. Frente a ella una pequeña televisión blanca encima de un... no sabía describirlo. Era como un estante, pero tenía muchos cables. Había como un control de Wii colgando. (Extraña referencia, por cierto)

Tragó saliva.

—Acuéstate y levántate la camisa.

Acató las órdenes del hombre y se acostó en la camilla de cuero negro. Se levantó la camisa hasta el pecho.

Las mejillas se le tornaron de un rojo carmesí por la vergüenza de que su madre y hermana lo miraban con ternura.

—Va a estar frío. —Escuchó al doctor.

Antes de que preguntara el qué, un gel viscoso se extendió por todo su estómago. Y, efectivamente, estaba frío. Dió un respingo ante la sorpresa. El hombre le pasó el «control de Wii» por éste. En la pantalla blanca se fue formando una imagen extraña. Era la típica ecografía que tu tía o familiar en espera de un bebé le mostraba a tus padres.

¿Lo peor? Que no se veía absolutamente nada. No sabía por qué su hermana y su madre sonreían. ¿Qué rayos les pasaba? ¡No había nada ahí! Sin embargo, se resignó ante los «¡Aawww!» de las mujeres. El doctor también parecía desconcertado ante la reacción de las chicas. 

«No lo sé» le susurró al doctor. 

Éste rió. 

—Bueno, va todo bien. 

El arte de la vida (Vikturi) •Mpreg•Where stories live. Discover now