Ojos

1 0 0
                                    

Atravesamos la última hilera de árboles y llegamos a la aldea. Diferentes tipos de cilindros se desplegaban sobre las hebras, ahora amarillas. Continuamos caminando hasta un edificio en particular. Kara golpeó una pared hecha de un material desconocido para mí y, luego de unos segundos, esta desapareció y se presentó una persona saludándonos. 

Sentí cómo Yerg se tensaba a mi lado. Aquel no era una mujer cualquiera, sino una de tez oscura, similar a la de mi acompañante. Casi podía oír su corazón saltándole en el pecho.

—Qué sorpresa, Kara. ¿Quiénes son ellos?

Sonaba amable, no había nada que temer. Yo debía mantenerme enfocado porque Yerg actuaría con impulsividad en cualquier momento.

—La verdad es que no les he preguntado —dijo Kara con simpleza.

Eso había sido bastante tonto por su parte, aunque justo. Si ella no iba a contarnos nada, nosotros podíamos imitarla. De todos modos, nuestros nombres no hubiesen hecho daño. ¿Y nuestros nombres eran garantía de que no éramos peligrosos?

—Bueno, no importa. Pasen, queridos.

—Hasta el amanecer, Kyya.

Y Kara ya no estaba. Por otro lado, ¿qué era amanecer?

Kyya se volvió hacia su cocina y comenzó a preparar infusiones. Deduje que debía de tener unos treinta años y que, por sus movimientos, era una persona despreocupada y alegre.

Cuando nos ofreció la bebida, todavía no habíamos intercambiado palabra alguna, ni siquiera miradas. Yerg se lo tomó sin pensar. Yo, en cambio, aguardé a ver su reacción, sólo por precaución. El que debía confiar ciegamente en esa gente era yo, no ella, pero ella —y no yo— era la que acababa de encontrar a una especie de gemela perdida.

Finalmente, también bebí la infusión, teniendo en mente que esa aldea podría estar integrada por personas que nada se relacionaban con las de mis cartas. Me seguía doliendo su pérdida, pero, al lado de mis propias cartas, no significaban mucho, pues, al fin y al cabo, ya habíamos extraído todo lo que podía sustraerse de aquellos sobres.

—Mi nombre es Yerg —dijo entusiasmada.

—Mucho gusto, querida. El mío es Kyya. ¿Y tú, pequeño?

— ¿Mi nombre? Mucho no importa. Dum.

—Dum... —meditó posando sus ojos marrón intenso en los míos. Por un breve instante, sus pupilas se dilataron, pero retornaron a su tamaño normal antes de que decidiera si me lo había imaginado o no.

— ¿Ustedes son los que me enviaron las cartas? —largué cansado de tanto suspenso.

— ¿Cartas?

—Sí, siete de ellas.

No estaba seguro de si quería evadir la verdadera respuesta o si realmente no sabía.

—Esperen aquí, queridos.

Kyya se paró, le comunicó algo a un hombre que ni había notado que se encontraba en el mismo hogar que nosotros y salió por donde habíamos entrado. Este señor, también negro, se sentó y nos observó desde lejos porque, como era obvio, su ¿esposa? le había pedido que los vigilara hasta que volviera.

Yerg entró otra vez en el ciclo de excitación: respiraciones rápidas y sonoras, escasos parpadeos, latidos fuertes... Incluso parecía que este nuevo espécimen le afectaba más que el anterior.

La mujer no tardó mucho, para mi suerte, mas no estaba sola, ya que una pareja iba a la zaga. Los seis conformamos un círculo y nos miramos de más. Los visitantes parecían especialmente interesados en mí...

—Sí, nosotros enviamos esas cartas —aseguró la mujer interrumpiendo mis pensamientos.

—Pero deberías mostrárnoslas, Dum —dijo nuestro vigilante.

—No va a poder ser posible... El río las ha convertido en...

Como no hallaba la palabra correcta para describirlo, saqué los restos de mi bolsillo. Por más que no sirvieran de nada, no era capaz de deshacerme de ellos tan pronto; su significado sentimental era demasiado grande para mí.

—Pero casi nos las sabemos de memoria —aportó Yerg.

De repente, todos se fijaron en ella, como si no la hubiesen notado hasta el momento. 

— ¿Quién eres? Mejor dicho: ¿qué eres? —intervino el otro hombre que formaba parte de la reunión.

—Soy Yerg y...

—Y ella me ayudó a llegar hasta aquí. No sé si lo hubiese conseguido sin ella.

Aquellas dos oraciones habían sido más difíciles de pronunciar de lo que había previsto, pero no iba a convertirme en el salvador ególatra. Solía ocultar la verdad, mas no era un mentiroso.

—De todos modos... —comenzó a añadir Yerg hasta que la interrumpí previendo lo que iba a decir. ¿Les agradaría la idea de que una intrusa los espiara y regresara a su antiguo hogar con toda esa información? No podía arriesgarse.

—De todos modos, ella también sentía que ese sitio no era para ella.

—Cierto —concordó dudando.

—Si van a quedarse —dijo la señora desconocida —, no podrán salir seguido, sólo de noche.

¿De noche? ¿Amanecer?

—Pero lo importante es que tú estás aquí —prosiguió escrutándome fijo —. Cuando te adaptes a esta vida, te explicaremos todo. 

Esa cercanía me incomodó, pues demostraba más dulzura de la necesaria. Me sentí un maleducado al no poder responder de la misma manera. Es que lo físico nunca había sido lo mío.

 

Siete CartasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora