Elefante

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Siempre y cuando caminara hacia el este, tenía permitido salir al atardecer, aunque debía correr hacia las sombras. Normalmente salía con Yerg o con Kara, pero esta vez había preferido hacerlo solo. Me habían sumergido en una nueva sociedad en la que todo estaba relacionado y conectado, pero yo necesitaba mantener mi soledad.

Siempre me daban ganas de voltear y mirar directo a la vela redonda que iluminaba la tierra, pero me resistía, pues algún día existiría la oportunidad. Además, ese será el momento en que mis manos desearán volver a escribir, y no quería volver a los viejos hábitos todavía.

Caminé durante más de una hora sin un rumbo fijo, o sin un pensamiento claro. Mi mente estaba casi vacía; sólo se ocupaba de recibir las percepciones, ni siquiera de interpretarlas.

Admiré el pasto, los árboles, los colores del cielo y la sensación de la brisa rozando mi rostro. Entonces caí al suelo, lo que no era tan sorprendente porque ya había perdido la cuenta de cuántas veces me había tropezado desde mi salida de Somb. Sin embargo, no había piedras ni pozos; me sobresalté y perdí el equilibrio.

Toqué mi frente y comprobé que ningún hueso o músculo me doliera. No, no estaba delirando, pero tampoco estaba soñando y, aun así, la realidad seguía mezclándose con mis recuerdos. Creía que había olvidado su sonido, que me habían convencido de que no existían...

Eran esos mismos pasos que se oían en la tranquilidad de la ciudad cuando era pequeño. La vibración era igual a la de mis sueños. ¿Por qué me estaba pasando eso otra vez?

Cerré los ojos, me relajé y me paré, únicamente para encontrarme con una enorme criatura gris. Movía sus orejas y su cola de un lado a otro sin preocupación; no notaba que yo estaba allí y, por algún tonto motivo, me acerqué.

Era probable que ese fuera el increíble animal que tanto adoraban en el lugar: un elefante.

Perdí el conocimiento en el trayecto. Lo próximo que supe fue que estaba acariciando una de sus piernas y que, por primera vez, tener compañía no se sentía raro.

***

—Todas las criaturas son sagradas, pero esta es la más asombrosa de todas.

No podía arriesgarme a que la luz se infiltrara en mis ojos. De todos modos, reconocía la voz de Kyya.
— ¿Estas son las terribles bestias a las que debíamos tenerle miedo?
—Sabes mejor que nosotros que nuestro mundo y el que solía ser tuyo poseen infinidad de secretos. La única diferencia es que aquí no forzamos a la naturaleza a que nos los cuente.
— ¿Qué es lo que se supone que forzamos?
—Explotan los recursos que la naturaleza nos ofrece.
— ¿Y ustedes no? ¿En absoluto?
—Respetamos. Los elefantes pueden no ser amigables, pero, si los tratas con respeto, te devolverán el mismo gesto.
Algo en su voz indicaba que ocultaba un secreto, o varios. Esto no se trataba de los animales. Podía jurar que había un rastro de resentimiento al hablar de Somb.
— ¿Cómo conocen Somb?
—Nuestro pasado es el mismo. Éramos uno solo, pero una parte decidió dejar estas tierras.
— ¿Los elefantes tuvieron algo que ver?
—En parte. Esas personas no estaban preparadas para un montón de situaciones.
— ¿Cómo cuáles?
—Como la que tú estás viviendo ahora al tocar a ese elefante.
Era obvio que eso tampoco era todo, pero también quedaba claro que no se emitirían más secretos, así que no insistí y me conformé con el momento.

Miré a la supuesta bestia a un ojo. Nunca heriría a nadie; nada en ella la delataba como peligrosa. De hecho, nada allí arriba parecía serlo. 

Siete CartasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora