31. Aliados

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Elliot abrió los ojos y parpadeó para acostumbrarse a la luz que se colaba por entre las cortinas. Ahora que la tormenta había amainado, podía escuchar el oleaje del mar.

La seda bajo sus manos acariciaba su piel y todo él descansaba sobre una mullida cama. Llevaba tanto tiempo durmiendo en incómodos camastros o sobre el mismo suelo, que le supo a gloria.

Después de redescubrir el oído, la vista y el tacto, el olfato despertó.

La habitación olía a perfume, salitre y sangre. Pero una fragancia se abrió paso entre todas las demás, destacando y acaparando su atención.

Elliot inspiró hondo y un nudo se formó en su estómago. Era una fragancia dulce y floral que jamás sería capaz de olvidar: el aroma de Gabriela.

De pronto, no había nada glorioso, agradable o cómodo en aquella habitación. Su fragancia lo impregnaba todo: las sábanas, la cama... el aire. Le revolvía el estómago y, al mismo tiempo, deseaba pegar la nariz a la almohada e inspirar hondo.
Clavó las uñas en la seda bajo sus manos y la rasgó cuando se incorporó. Se sentía débil, sin fuerzas, y la sed hacía estragos de nuevo en su garganta.

Los recuerdos lograron abrirse paso en su memoria y sus dedos se movieron rápidamente a su antebrazo derecho. Estaba cubierto con vendas que se apresuró a desenrollar. Los dedos le temblaron en la última vuelta antes de revelar la mordedura de Bruma.
Se había imaginado la carne ensangrentada, supurante y levantada con la marca de sus dientes. Pero no pudo ver nada al estar cubierta por una cataplasma de color verdoso y olor acre.

Algo le decía que había sido Gabriela quien trató la mordedura y, aunque ansiaba deshacerse de cualquier cosa suya, se contuvo. Sabía que la herida era grave y necesitaba tratamiento.

Volvió a colocar las vendas y se puso en pie. A tientas, buscó su camisa pero no logró dar con ella, aunque sí encontró sus botas.
Lo siguiente que vio fue a Radomis apoyada contra la pared. La tomó de inmediato y la desenvainó de un solo movimiento. Alerta, escrutó las sombras y aguzó el oído. Pero incluso antes de cerciorarse, ya sabía que Gabriela no estaba allí.

Recorrió la habitación hasta detenerse frente a una mesita. Solo había dos objetos sobre ella: una carta y un frasco de sangre.
Inspiró hondo y rompió el sello de lacre. La rabia bullía en su interior cuando comenzó a leer:

Mi dulce Elliot,

Se suponía que serías tú el que me encontraría, pero me obligaste a intervenir cuando te supe herido en las calles de Trebana. No me gusta saltarme mis propias reglas y, te lo advierto, no volveré a hacerlo ocurra lo que ocurra.

Deberías ser más cuidadoso. La mordedura de un licántropo puede llegar a ser fatal para los vampiros y no quiero perderte. Creo que aún podemos divertirnos mucho juntos.

Casi había olvidado tu hermoso rostro y volver a acariciarlo puso a prueba mi paciencia. Deseo que me encuentres así que te encomendaré dos tareas antes de decirte dónde estoy:

Mi primer deseo es que me traigas a la licántropa. Dile que yo puedo darle las respuestas que ansía y accederá.

El segundo es que te unas a la tripulación de La Viuda.
Será mejor que te des prisa: si la espera se vuelve tediosa, desapareceré de nuevo.

Deseosa de verte de pronto,

Gabriela

Elliot clavó la vista en su nombre antes de rasgarlo, como si así pudiera destruirla a ella.
Esa mujer manipuladora se había limitado a observarlo mientras él la buscaba como un amante despechado. Había caído en su juego donde ella dictaba las reglas.
Se sentía el mayor de los estúpidos.
Lo más inquietante era que la propia Gabriela estuviera dispuesta a revelarse ante él. Eso significaba que no le tenía ni un ápice de miedo.

Los eternos malditos ✔️ [El canto de la calavera 1]Where stories live. Discover now