5: Tristeza inesperada

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La luz natural que entró por los grandes ventanales de la habitación se proyectó sobre la cama y la obligó a abrir los ojos. No tenía idea de la hora, pero podía imaginarse que lo suficiente tarde. Solo era ella, no había señales de Rafael por ningún lado. Se decepcionó un poco por no encontrarlo ya que creía que seguirían con la faena que mantuvieron en la noche y buena parte de la madrugada, pero entendía que era un tipo ocupado.

Joder, no era cualquier hijo de vecino, se trataba nada más y nada menos que del mismísimo Calígula, el líder del cartel de los Torres-Lizarde de Sinaloa y Durango, mejor conocidos como los rojos. Bajo sus cavilaciones se incorporó cubriendo su desnudez con un albornoz y al mirar de nuevo hacia la cama se encontró con la prueba fehaciente de que le había entregado su inocencia a ese demonio. Una serie de manchas marchitas que en su frescura fueron color escarlata estaban impresas en las sabanas. En definitiva lo que vivió en la noche no fue producto de una típica fantasía sexual de adolescente. Y lo mejor de todo es que lo disfrutó.

Recorrió la habitación y encontró su equipaje, encima había una nota que se dispuso a leer.

Bárbara, estaré fuera hasta entrada la tarde. Tengo mucho por hacer, chiquita. Haz lo que quieras mientras llego, la casa es muy grande y seguro encontraras con que entretenerte. Eso sí, no tienes permitido salir. Cualquier cosa que necesites del exterior pídesela a Parchís, quien ya tiene instrucciones.

Sigo pensando en las cositas ricas que hicimos anoche y quiero que sepas que me has dejado antojado.

R.

Su rostro enrojeció por la confesión, con una sonrisa abrió su equipaje en busca de un atuendo para luego de ducharse.

Un largo rato después de haberse arreglado y desayunado se sentó en el jardín de la mansión, preguntándose en donde estaba. Los hombres que custodiaban la propiedad parecían de piedra ya que apenas negaban con la cabeza y se oponían tajantemente a darle respuesta sobre su ubicación real, lo aterrador de ellos radicaba en su aire de matones, incluso algunos no vacilaban en portar su cuerno de chivo. Vencida, con el celular en la mano bajo la sombra de un árbol  se puso al día. Al encenderlo se dio cuenta que tenía más de veinte llamadas perdidas de parte de su hermanita, Irene.

Se le hizo extraño el afán de la niña por contactarla pero lo entendía. Tenían varios días sin verse y seguro que la echaba de menos tanto como ella. Sin dejar pasar más tiempo le devolvió la llamada, le haría bien conversar para mitigar el aburrimiento y la soledad que sentía en aquella casota donde los demás parecían conducirse de manera mecánica.

—¿Irene? ¡Hola bebe! ¿Cómo estás? Por lo visto me estás extrañando demasiado. —dijo riendo pero su semblante se transformó en uno bastante serio, producto de la conversación con la niña. —Espera...cálmate...¿Cómo que murió? No te lo creo. ¿Dónde estás? ¿Con quién? —preguntó nerviosa. —¿En la funeraria? Pásame a Martha y tranquilízate. Yo estaré ahí lo más pronto posible.

La conversación con su abuela paterna se volvió tensa, pues estaba interrogándole y regañándole bastante alterada al mismo tiempo. Por razones obvias no pudo decirle donde estaba ni con quien, ni haciendo que. Debido a la conmoción causada por la noticia no encontró palabras con las cuales explicarse o siquiera mentir, incitándola a concluir la llamada, con la promesa de ir sin importar que al velorio.

—Señorita, no puede hablar por teléfono. —le recriminó Parchís aproximándose, el subordinado que  Rafael había dejado a su cuidado. —Deme el celular, cuando llegue el patrón pídaselo a él.

Bárbara suspiró y le entregó el móvil, sin discutir. El hombre se extrañó al no encontrar objeción e intuyó que algo no andaba bien.

—¿A qué horas llega Calígula? ¿Tardará? Me urge hablar con él. —preguntó la joven, indiferente y muy seria.

Alguien que te quiereDonde viven las historias. Descúbrelo ahora