1. Salmeé

102K 9.8K 2.7K
                                    

 La cafetería de Hilda Thomas no es la más concurrida de la ciudad, tampoco la más coqueta —la rata que encontré en el patio hace un mes no lo era, aunque los de salubridad no lo notaron—, pero siempre hay más de un cliente al que atender

Oops! This image does not follow our content guidelines. To continue publishing, please remove it or upload a different image.

La cafetería de Hilda Thomas no es la más concurrida de la ciudad, tampoco la más coqueta —la rata que encontré en el patio hace un mes no lo era, aunque los de salubridad no lo notaron—, pero siempre hay más de un cliente al que atender.

He trabajado aquí desde que dejé la escuela, a los dieciséis. Estas paredes forman algo parecido a un hogar. Puedo decir con exactitud cuántos ladrillos hay en cada una y cuántos sobres de azúcar y de edulcorante se hallan en cada mesa.

No es que cuente los ladrillos por diversión, no soy tan aburrida. Al menos eso creo.

Conozco bien el lugar porque vivo aquí. Más allá de la cocina hay un pequeño patio trasero —el de la rata— y un depósito. Sobre él, una habitación. Mi habitación. Antes Hilda lo usaba para almacenamiento, pero lo transformó en un bonito dormitorio cuando supo que no tenía donde dormir.

—¿Viste a ese muchacho de la última mesa? Te está mirando como yo miraba las patas de pollo cuando tenía dientes para deshuesarlas. —La anciana me da un codazo—. Es guapo y tiene dos lindas colinas en la parte de atrás.

—¿Podrías dejar de referirte como colinas a cada trasero que ves entrar? —Tomo una bandeja de la pila bajo el mostrador—. Algún día los clientes se darán cuenta y dejarán de venir porque nadie quiere a una acosadora de la tercera edad. O de cualquiera, para empezar.

—¿Tendrán mucho césped las colinas? Porque podrías podarlas. Si no lo haces tú, lo haré yo. —Me ignora.

El chico, que sí me estaba mirando, aparta la vista con miedo al ver a la señora relamiendo sus labios.

—No me gusta el rumbo que está tomando la conversación.

Coloco un platillo de té y una taza sobre la superficie plateada y me pongo en cuclillas para sacar de la vidriera inferior el cupcake de chocolate y nuez que han pedido, pero no encuentro ninguno. La campanilla de la entrada tintinea mientras repaso en mi mente dónde deberían estar.

«A la derecha los de coco, a la izquierda los de vainilla y chips...»

—Disculpe, ¿aún está tomando gente para el puesto?

El chasquido del cartel plástico que colgamos a la entrada resuena contra le mostrador.

—¿Te interesa hacer café para vivir, jovencito? —indaga Hilda.

Debe ser guapo. La mirada de la que podría ser mi abuela se desvía en mi dirección y me guiña un ojo con discreción antes de regresar su atención al extraño.

—Más bien para subsistir —corrige él.

Su voz es sensual. Se parece a la de los protagonistas de las novelas mexicanas que le fascinan a la jefa. Simulo que no me gustan, pero en realidad son tan malas que te vuelven un adicto.

—Bueno, si fuera por mí ya estarías contratado, galán. Sin embargo, no trabajo sola, así que esperemos que la bella muchacha escondida aquí atrás te entreviste y decida si puedes hacer café para subsistir.

Hilda se escabulle a la cocina. Es su forma de acorralarme con posibles candidatos amorosos. A veces la detesto.

Me incorporo y al principio todo parece en orden. Él es normal, pero cuando veo sus ojos me quedo quieta como un niño al ver la figura de ropa sobre una silla en la oscuridad, creyendo que es un monstruo.

Ojos negros, un total abismo.

—Hola —saluda gentil—. ¿Cómo te llamas?

Mi corazón se convirtió en una piedra que pesa demasiado. Amenaza con arrastrarme hasta el piso, pero me aclaro la garganta y me obligo a abrir la boca. Tengo la intención de decir mi nombre, pero sale otro en su lugar.

—Salmeé.

—¿Salmeé? —repite en la espera de que lo corrija—. Es un nombre que nunca había escuchado —confiesa, entre curioso y juguetón—. Portado por un rostro que jamás había visto —añade con galantería.

«Pero sí me viste, hace varios años, el día que me arruinaste la vida. ¿No lo recuerdas?», dice la rencorosa y miserable Mary.

—¿Tú cómo te llamas?

Jamás me había costado tanto pronunciar cuatro palabras. Hace mucho tiempo que me lo he estado preguntando. He intentado dar nombre al rostro que aparece tras mis párpados cerrados al caer la noche.

—Elián. —Sonríe—. Me llamo Elián.

Lo que callo para no herirteWhere stories live. Discover now