41. Elián

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 Salmeé abre la puerta del copiloto cuando ni siquiera he detenido el auto

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Salmeé abre la puerta del copiloto cuando ni siquiera he detenido el auto. Cuando logro frenar, ella ya está apresurándose hacia el café, preocupada. Dejo caer la cabeza contra el asiento y me tomo un segundo para cerrar los ojos e inhalar hondo.

Cuando estaba a punto de confesarlo todo, mi teléfono sonó. Era Hilda. Mentiría si dijera que no me sentí aliviado por tener que postergar la revelación de todas esas acciones que elegí tomar y terminaron arruinándome, y peor aún, que también arruinaron a otras personas.

Sin embargo, tarde o temprano debo contárselas. Se supone que no se le guardas secretos a la persona que te gusta, de la que estás enamorado.

Enamorado. ¿No existe un término menos cursi? Me siento un algodón de azúcar con solo pensar en eso.

Ugh.

Salgo del coche y miro extrañado a la dueña del local, que está de pie en la vereda. ¿Cuántas veces debo decirle que no debe salir así de desabrigada? Sus huesos de dinosaurio no pueden tolerar este frío.

Me sorprende que teniendo la edad que tiene, no esté ni siquiera tiritando. Todavía más que sepa usar un celular. Salmeé no tiene uno, así que tuvo que llamarme a mí para pedir que regresáramos.

—¿Qué ocurre, señoritas? —me entrometo cruzando la calle con las manos en mis bolsillos.

—Alguien especial vino a ver a Pecas —explica alcanzando la mano de la castaña y dándole un suave apretón—. Te está esperando en tu habitación, cariño.

Observo el café. Las luces están encendidas pero no hay nadie adentro, y el cartel de «Cerrado» está puesto. Le echo una mirada al reloj de mi muñeca y noto que son las siete.

Nosotros cerramos a las ocho.

Es extraño que no haya gente por aquí.

—¿Es mi abuela? —Una pequeña sonrisa tira de los labios de Salmeé, pero esta titubea en cuanto Hilda niega con la cabeza—. ¿Mi madre?

—Ve, Pecas. Averígualo.

Ella vacila, pero termina yendo.

—De acuerdo, mi sistema digestivo me pide algo caliente, así que iré a preparar algo de café a la cocina. —Tiendo mi brazo para que me acompañe—. ¿Le apetece, señora?

Hilda niega nuevamente, así que comienzo a avanzar solo hasta que me toma por la manga del abrigo y tira suave pero firmemente de él, hasta que fijo los ojos en los suyos.

—Lo siento, pero ya no puedes entrar —susurra con tanta advertencia como pesar—. Estás despedido, galán.

Lo que callo para no herirteOn viuen les histories. Descobreix ara