CAPÍTULO 2 (reescrito)

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Con los codos apoyados sobre la mesa de la cocina y la cara aplastada entre las manos, observé penosamente cómo el café caía limpiamente en mi taza de desayuno. Oscurecía el pálido color de la leche que, si funcionaba como era debido, conseguiría finalmente despertarme.

Mi madre entró a toda prisa en la cocina. Cargaba una carpeta mal cerrada contra su pecho y el bolso abierto sobre el hombro.

—¿Café? —Preguntó mientras se ponía de puntillas para sacar una barrita energética del armario—. No es un desayuno adecuado para una niña de dieciséis años.

Arrugué la nariz. Odiaba que se refiriera a mí como niña. Cuando se trataba de limpiar en casa o hacer recados ya cambiaba la cosa, y era suficientemente mayor. Era una "jovencita".

—Tampoco lo es una barrita de chocolate —señalé.

Estaba tremendamente cansada. Sentía cómo me pesaban los ojos, hinchados por la falta de sueño, amenazando por cerrarse completamente. Había sido un fin de semana agotador, especialmente por el recuerdo de aquel chico extraño en el metro. Si Danielle se enterase me llamaría de todo por dejar que las acciones imprevisibles de un extraño perturbado me afectaran tanto.

—Lo sé, pero si me retraso más no llegaré a tiempo a trabajar.

Se guardó la barrita en el bolso y lo cerró antes de volverse hacia mí para revolverme el pelo como despedida. Yo no podría tomar chocolate durante los próximos días. Del estrés además me habían salido un par de granos con una pinta muy fea que había tratado desesperadamente de cubrir con corrector.

—Ten un buen día —bufé, tratando de volver a colocar cada mechón en su sitio.

Odiaba mi pelo. Tenía ese tipo de rizo, que ni es rizo ni es onda, pero tampoco es liso. Daba igual como lo peinara que siempre tendría ese efecto despeinado. En eso había salido a mi madre, pero al menos ella lucía una melena pelirroja envidiable mientras que la mía era solo castaña.

—Igualmente, y suerte en el examen —me recordó antes de irse y dejarme sola en la cocina.

Me hundí un poco más sobre la mesa mientras la cafetera comenzaba a borbotear, avisando que ya era hora de quitar la taza. Mi padres eran profesores en la universidad. Se conocieron cuando mi madre, en su primer día, se equivocó de edificio y acabó apareciendo en la clase de mi padre. Daban mucha importancia a la educación, y a veces eso era un completo fastidio, sobretodo cuando no habías heredado el cerebro de ninguno de los dos.

En resumidas cuentas, era la oveja negra de la familia.

Me tomé el café sin esperar a que enfriara porque si no me daba prisa, yo también llegaría tarde. Tomé una cazadora verde botella que en realidad era de Danielle y con la mochila al hombro salí precipitadamente de casa.

No pude evitar sentirme levemente ansiosa cuando entré al metro. La última vez que estuve en él, en esa misma línea, además, fue cuando me encontré con aquel chico. Por fortuna, con la luz del Sol de primera hora de la mañana y el ajetreo que había, no vi señales de él por ningún lado.

Un chico rubio me adelantó con paso acelerado y el corazón me dio un vuelco, hasta que comprobé que no era el mismo. Me estaba volviendo paranoica. Habían pasado dos días, lo más probable es que ya se hubiese olvidado del incidente. Yo también debía hacer lo mismo.

Me encontré con Danielle veinte minutos más tarde, casi en la puerta del instituto. Estaba sumida en mis pensamientos, procurando agarrar con fuerza la chaqueta para que el aire frío no me congelara hasta los huesos, cuando se abalanzó sobre mí. El sobresalto consiguió que me balanceara sobre mi propio peso ya acabase derribando a un compañero de clase por el camino.

El sexy chico invisible que duerme en mi cama  © | REESCRIBIENDODonde viven las historias. Descúbrelo ahora