1. Lo que fue de mi

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Lo que fue de mi

Me había sentado en el banco de la parroquia del colegio desde hacía más de diez minutos

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Me había sentado en el banco de la parroquia del colegio desde hacía más de diez minutos. El receso iba a terminar, pero a veces se me pasaba el tiempo mirando la nada y me olvidaba de que tendría que estar actuando más humana, más responsable, más Serena.

Ese acto tan ausente, y bobo para la mayoría de mis compañeros, para mí era expiar culpas. Acababa de robar energía vital de un ser humano que conocía de vista desde hacía once años. Y, aunque había aprendido a controlar la cantidad exacta que extraía de ellos, para no lastimar a nadie, para no afectar sus vidas, su salud, aunque eso se sintiera realmente bien para mí, me sentía terrible.

Odiaba a hacerlo; no me gustaba no poder resistirme con aquellos que me rodeaban y había momentos como esos en los que me sentía un monstruo pues mi existencia, la de mi cuerpo, en realidad, se debía pura y exclusivamente a todo lo que tomaba de otros.

En cierta manera, era como calmar el hambre; la energía no solo me saciaba, sino que daba placer. Me dejaba tranquila y fuerte, por lo menos durante unas cuantas horas. Casi siempre, me veía obligada a escapar de casa por la noche, recorrer varios kilómetros en la ciudad y buscar gente malvada para robar su vitalidad sin que me sintiera una mierda.

Con ellos no solía tener culpa. Mucho menos con todos aquellos que me veían joven y sola y planeaban atacarme sin tener en cuenta que el verdadero peligro allí era yo, no ellos, tal y como había pasado con los primeros seres humanos que me crucé después de que la muerte me despertara.

En cambio, en la escuela, cuando me sentía muy cansada, casi que no podía evitar tocar a alguien y pedirle prestado un poco de su energía vital, generada por el mismo cuerpo al comer, respirar, vivir...

El mío ya no podía hacer eso. Si no tomaba la energía residual de los demás, al menos, la herida en mi pecho bajo el tatuaje se abría y me moría otra vez. Ya había comprobado lo que pasaba si me reusaba a hacerlo; llegué, casi, al mismo punto que había estado cuando desperté de mi muerte. No quería volver a pasar por eso y me convencí de que no valía la pena volver a hacerme la tan, pero tan moralista. Era simple y tenía que aceptarlo y sobrevivir: yo no producía energía, mi cuerpo funcionaba en base de la robada.

Pero la Serena moralista volvía en algún punto. En ese momento, allí sentada en la iglesia, estaba en ese punto. Me pasaba seguido.

La culpa siempre estaba agarrada con el miedo, con el sentimiento de que eso era más una maldición que otra oportunidad. Y pues sí, cualquiera diría que tenía una gran ventaja, porque según la muerte nada podría matarme excepto un cuchillo, como el responsable de que pereciera en primer lugar. Pero, en los últimos cuatro meses, había aprendido a dudar de eso. Me pregunté si mi cuerpo cambiaría, si crecería, si tendría un futuro, en verdad. Y qué pasaría si envejecía y finalmente me llegaba la "hora". En todas mis conclusiones y teorías, la respuesta era siempre la misma: como sea, estaría atrapada en la tierra. Mi cuerpo se pudriría y yo seguía aquí, o quizás en algún sitio mucho peor, cuando no tuviera un cuerpo ni siquiera en descomposición al que aferrarme.

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