Prefacio

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El aire rosaba suavemente mi piel tranquilizándome, era como estar en una especie de paraíso dentro de la realidad. En el cielo veía a mis amigos jugar entre ellos, Sofi con su pelo largo, rubio y ondulado sacudiéndose por sus movimientos volaba sobre su escoba molestando a Andy, el chico por el que pasaba ruborizándose cada vez que lo veía.

Mientras los miraba desde abajo yo disfrutaba de la compañía de Dan a la sombra de aquel gran y frondoso árbol. Sabía que mi amigo quería unirse al par que volaba, sin embargo seguía ahí leal a mí, hablándome de cualquier tema que se le viniera a la cabeza para distraernos un poco de la realidad que nos tocaba vivir. ¿Cómo es posible que nuestras vidas se vean duramente interrumpidas por los ataques de los humanos?

—Lo había olvidado —dijo de pronto Dan, captando así mi atención—. Mi mamá terminó anoche de hacer tu manta.

Abrió su mochila y sacó aquella tela que tanto bulto le hacía. Al tenerla en mis brazos me pareció que era la manta más hermosa que había tenido en mi vida, los detalles de las estrellas, lunas y pequeños rayos hacía que más nos sintiéramos identificados con ellas. Me envolví con ella sintiendo tranquilidad y seguridad, como si aquel pedazo de tela me protegiera de las cosas malas y oscuras del mundo, aunque estaba muy lejos de poder lograrlo.

—Ya, Alcanto, despierta.

Tanto era el movimiento que aquella mano ejercía sobre mi hombro que me caí de la cama y, al mismo tiempo, en la realidad de mi vida. Quise reclamarle a mamá su brusquedad, pero antes de que pudiese hacerlo tomó mi mano, me puso de pie y me hizo correr tras ella escaleras arriba, dejando a mi padre abajo encantando la puerta. No comprendía qué sucedía, todo parecía pasar más rápido, como si al Dios del tiempo se le hubiese ocurrido acelerar el reloj. El miedo me embargó por contagio de mi madre y con el vino también el nerviosismo que volvía mis movimientos más torpes que de costumbre.

—Mamá, ¿qué sucede?

—Nada, mi amor, nada —trató de calmarme abrazándome—. Te amo, cariño.

Escuché cómo susurraba un hechizo desconocido para mí. No entendía lo que pasaba y cuando quise preguntarlo ella me interrumpió:

—Nadie te molestará ahí dentro, estarás bien.

Una lágrima rodó por su mejilla, quise limpiarla con mi mano pero antes de hacerlo papá subió rápidamente la escalera escandalizando a mamá. Desde entonces todo parece ser algo confuso y extraño. Mamá me empujó hacia atrás y caí en una habitación que nunca antes había visto, seguramente recién creada con magia. La puerta se cerró impidiéndome así ver lo que sucedía en el exterior, desesperándome de sobre manera al escuchar los sonidos de afuera y no poder hacer algo para detenerlo. Un par de gritos, un llanto de mujer y dos sonidos sordos, como dos sacos de papas hubiesen sido tirados al suelo y luego arrastrados debido a lo mucho que pesaban.

Mi corazón se escapaba de mi pecho, golpeteaba fuertemente que llegué a pensar que rompería mis costillas y que las personas allá afuera lo escucharían y vendrían por mí. Ya los podía ver abriendo la puerta, cayendo yo sobre mi espalda y ver por el pasillo a mis padres. Un grito de ayuda y piedad y luego todo acabaría. Nada de eso pasó.

Escuché desde afuera un motor empezando a andar y luego silencio, demasiado para mis gustos, a mí que siempre me había gustado tener la casa con algún tipo de ruido. Esperé a que mamá viniera a buscarme, que me abrazara y calmara mi corazón aún alterado, que papá me asegurara que ya nada malo pasaría, que solo había sido una falsa alarma, un susto. Pero nada pasó.

Seguí esperando a que mamá regresara, queriendo ignorar los ruidos que había escuchado antes. Quería mantener la esperanza, creer que aún podía haber un milagro.

Yo solo quería esperar y creer.


La última hechiceraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora