ºCapítulo 11º

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Kagome caminaba entre las cabañas de la aldea distraídamente, deteniéndose de vez en cuando para observar las baratijas que los extranjeros vendían en sus puestos. No había nada interesante, cuencos o cucharones obsequiados de otras casas, tal vez uno que otro prendedor roto escondido debajo de los preciosos metales que vendían.

—¿Cuánto cuesta este? —preguntó mirando un pequeño platillo que simulaba ser de oro.

—Oh, ¿Ese, su excelencia? Su valor es invaluable —Kagome estrechó un poco su mirada— pero a usted se lo dejaré al increíble precio de 300¥ —el anciano sonrió.

¿300¥? ¿En serio? Eso era la comida de casi dos semanas teniendo en cuenta el valor del dinero en esa época. Se dejaría engañar si costase unos 100¥ o 150¥, pero eso era el doble de su presupuesto.

—Esto es cobre —anunció.

—¿Qué? ¡No! Señorita, es oro puro. Toque… —intentó tocar la mano de la joven, pero ella se alejó ligeramente.

—El material es fino, muy oscuro para ser de oro —Kagome examinaba el platillo con sus ojos para luego tocar ligeramente los bordes del objeto— y flexible.

El anciano se vio descubierto. Al igual que casi todos los puestos, el suyo solo contenía burros intentando hacerse pasar por elegantes corceles, metafóricamente hablando. Suavizó entonces su mirada y bajó la cabeza avergonzado por intentar engañarla. Lo vio intentar balbucear algo pero se apresuró a callarlo.

—No necesita disculparse, si es lo que piensa hacer. De todas formas lo compraré —el hombre alzó su mirada, entre confundido y asombrado—, lo necesito para hacer algo.

El aldeano se apresuró a buscar su improvisado monedero para recibir la paga correspondiente.

—Pero no puedo pagarle lo que me pide, solo le daré 100¥.

El hombre no se decepcionó ni por un segundo, después de todo había intentado estafarla y ella de todas formas lo había ayudado. Recibió la paga gustoso y le sonrió mostrando su inexistente dentadura. Finalmente podría comprar algo de arroz para su familia, tal vez se permitiera traer carne para cenar. La joven se alejó con el platillo debajo del brazo mientras que sonreía. Seguramente le gustaría.

     Por la mañana habían limpiado como de costumbre y Kikyo no tardó demasiado en irse a la aldea, Kaede salió a jugar y ella aprovechó para pasearse por la zona. Observó uno que otro destrozo producto de la tormenta. Paja desacomodada, pozos de lodo al haber pasado carretas demasiado pronto, entre otras cosas. Kikyo le dijo que el día anterior por la noche la campana de alarma había caído producto del viento y de su propio peso, se había ido para revisar los daños y pensaba en una posible solución.

—Hacer una campana nueva o más pequeña llevará tiempo. No tenemos oro suficiente para fundirlo ni un molde adecuado para hacerla —había dicho.

Pero claro que su idea solucionaría ese problema. Un platillo podría ser tocado sin necesitar demasiada fuerza, era barato y aunque el viento lo derribara no lo dañaría. Sonrió mientras canturreaba ensimismada.

—Soy muy lista —se halagó, se lo permitiría solo por hoy.

Siguió caminando intentando disfrutar del agradable clima, la temperatura era perfecta y el viento le recordaba lo pacífica que podía ser la vida si no había fragmentos o exámenes de por medio.

—¡Au! —se quejó. Por andar mirando el cielo olvidó que no era la única en el mundo y chocó contra alguien. Bajó la mirada y se encontró con una pequeña igual de apenada —¿Kaede? ¿Qué haces aquí?

—Mi hermana me mandó a comprar lo necesario para el almuerzo —sonaba como algo normal, pero la notaba ligeramente inquieta.

—¿Y ocurre algo con eso? —la vio juguetear con sus dedos y desviar la mirada. Se parecía a ella misma cuando pedía permiso para ir a su época y buscaba las palabras necesarias para hacerlo —Puedes pedirme lo que quieras, te ayudaré a cocinar si lo necesitas —consoló y Kaede volteó a mirarla ilusionada.

¡𝑶𝒕𝒓𝒂 𝒗𝒆𝒛!Where stories live. Discover now