Parte 8

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Mientras Milika Hansen salía del portal del bloque de Via Lombardia, un reloj cercano a un quiosco marcaba las cuatro menos veinte. Dinah la siguió mientras caminaba a paso rápido hacia la parada de un autobús. El aire era bochornoso y húmedo, los rayos del sol se habían abierto camino entre las nubes grises formando un claro en la paleta incolora sobre sus cabezas. Dinah miró a su alrededor. Su Milán, la ciudad en la cual nacería dentro de un par de años. Cuando el autobús llegó, vio un cartel sobre el costado que decía:

3-17 DE JUNIO, ¡TODOS AL CINE POR 7.000 LIRAS! «Siete mil liras...», rumió Dinah mientras subía junto a Milika y la seguía hasta un asiento vacío, al fondo. Era su ciudad, pero todo parecía muy distinto. Era la querida y vieja Milán, dieciocho años antes del fin del mundo. Había menos coches, pero podía ser solo una impresión. Sin duda, había menos publicidad en los medios de transporte. Un chiquillo sentado algunos puestos más adelante tenía entre las manos un walkman de la Sony y en la cabeza un par de auriculares voluminosos. De pronto, apretó una tecla lateral y la tapa del lector se abrió. Sacó el casete, lo hizo girar ciento ochenta grados y lo reintrodujo. Aquel walkman pertenecía a la generación anterior, pero a los ojos de Dinah parecía una pieza de anticuario, de aquellas que se encuentran en los museos. No veía un casete desde que había revuelto los cajones de su padre, en el sótano, en busca de una antorcha. En casa, en su presente, solo había CD y música en formato digital.

Milika bajó después de tres paradas, Dinah la siguió y la vio detenerse frente a un bar, comprobar la hora y luego entrar. Cuando estuvo en el interior también ella, la radio del local estaba tocando las últimas notas de «Wonderwall» de los Oasis. El locutor comenzó a hablar sobre el final de la pieza, anunciándola como la mejor clasificada entre los sencillos internacionales. Dinah sonrió. Para ella, aquella pieza era un clásico. Su madre pidió un café, lo bebió a toda prisa y pasó a la caja con un billete de mil liras que sacó de un bolsillo interior de la chaqueta, como si lo hubiera puesto allí aposta para aquel objetivo. Entonces salió, miró a su alrededor con un par de movimientos rápidos de la cabeza, y caminó hacia el portal más cercano. Dinah levantó los ojos y notó que el edificio en cuestión era una torre bastante alta; la fachada parecía un enorme espejo compuesto por centenares de vidrieras. Allí se reflejaba la plaza de enfrente, que asumía una grotesca forma oblonga, las siluetas de los árboles y las casas estiradas como sombras de la tarde. Milika apretó un botón del interfono y se presentó. Empujó el pesado portón y entró. Dinah no tuvo que hacer este esfuerzo. Siguió a su madre hasta el mostrador de una recepción y la vio anunciarse a una chica de uniforme, que cogió un teléfono y marcó un número de tres cifras. Poco después, señaló a Milika el ascensor.

Subieron a la cuarta planta, mientras mil dudas atestaban la cabeza de la mujer, que Dinah sentía rodar entre las paredes de su cerebro. La percepción física era tan inexistente, como invasora la psicológica. Cada turbación, cada momento de ansiedad o preocupación de Milika la embestía como un tren en marcha, en un singular juego de empatía y de compartir sentimientos a los que no podía sustraerse.

La madre recorrió un pasillo y llegó frente a una puerta. Llamó y esperó una respuesta. Le abrió un hombre, invitándola a sentarse. Llevaba una bata blanca. Su aspecto era bastante joven, pero sus ojos comunicaban determinación y competencia.

«Ya he visto en alguna parte a este hombre... ¿pero dónde?», Dinah se esforzó por recordar, pero no obtuvo una respuesta. Percibió, en cambio, un indicio de temor en el ánimo de su madre, pero la ansiedad estaba menguando y ella parecía finalmente serena.

— ¿Quieres aguardar aquí en la sala de espera, Milika? Eres la próxima —dijo el hombre.

La madre de Dinah se sentó junto a una mesita llena de revistas apiladas. En la pequeña habitación, amueblada solo con un par de plantas y tres filas de sillas, había otra mujer que podía ser su coetánea, concentrada en garabatear en una agenda.

Memoria (Adaptación Norminah)Where stories live. Discover now